'Promontorium Sacrum' lo llamaron los romanos y allí adoraron a Saturno, el dios de la abundancia. El griego Estrabón lo señaló en su 'Geografía' ... como el lugar más occidental de toda la tierra habitada, en el que acababa todo y no existía más nada. Hoy sabemos que ese punto más al occidente de la Europa continental no es el Cabo de San Vicente sino el de Roca, cerca de Lisboa; también que nuestro planeta es redondo y no termina en ningún borde al que llegaríamos si viajáramos en línea recta miles y miles de kilómetros. Pero qué más da, yo quiero poner el pie en uno de esos 'fines del mundo' y le pido a Google que me lleve al sitio del Algarve portugués al que llegaron los restos de San Vicente tras ser martirizado y en el que se arremolinan los vientos y da la vuelta el aire; el extremo de lo conocido para los de antes que «penetra en el mar y cuya soledad solo es interrumpida por los tristes y monótonos rugidos de las olas, un lugar seco en el que la vida apenas amanece en las plantas trepadoras», como lo describió en 1905 Leite de Vasconcellos.

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Dejo el encantador y surfero Sagres, donde Enrique el Navegante estableció en el siglo XV su escuela de navegación en la que Magallanes, Vasco de Gama y Colón adquirieron los conocimientos necesarios para cambiar el mapa del mundo e iniciar la navegación astronómica, y conduzco a través de un paisaje de suaves colinas y achaparrados matorrales que los inclementes y veloces vientos han modelado. A lo lejos, sobre los restos de un antiguo convento, pintado de blanco hasta su último piso y con una linterna rematada por una cúpula de rojo brillante, el faro que desde el siglo XVIII alumbra cerca de cien metros mar adentro y preside la barbilla de la Península Ibérica que tantas veces marqué en mis libros de Historia.

Para la prestigiosa revista 'National Geographic Traveller', el Cabo de San Vicente y sus alrededores es uno de los diez parajes marinos más bellos de mundo y vaya que sí, pensamos María y yo mientras contemplamos los acantilados de hasta 200 metros de altura que caen sobre el Atlántico y tratamos de controlar el vértigo que nos sacude a ratos. Todo impresiona, también recordar aquellos valerosos hombres que aquí embarcaron para lanzarse a descubrir otros continentes sin saber qué les esperaba. El atardecer desde este fin del mundo portugués nos lo perdimos y eso que viene gente a miles a contemplarlo, pero por favor no nos regañen: andábamos escondidas del mundanal ruido en un retiro y la puesta de sol todas las tardes nos sorprendía haciendo yoga o meditando.

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