«¿A qué altura estamos», le pregunto a Joaquín. Créanme, cuando se vive todo el año con los pies en el mar, setecientos escasos metros ... hacia arriba se convierten en inmensidad y en ahogo, la sedienta tierra que parece brincar desde África y que a nuestro paso se resquebraja en sonora canción. Cierto que al poco te acostumbras y los humildes y rudos campos del Noroeste murciano se tornan en disfrute con sus lentiscos y los almendros que en unos meses despertarán en flor.
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Durante muchos años, un inabarcable océano me separó de la que siempre fue casa y allí tan lejos entendí qué es eso de la saudade que tan bien suena en portugués con sus vocales abiertas intercaladas y una última sílaba que pareciera cerrar de un portazo el aire. Saudade es un sentir que abarca de la cabeza a los pies. Un aire espeso. La presencia de la ausencia. Un desgarro. Saudade de la familia que está lejos. Saudade de la playa de la infancia. De una fruta que ya no sabe como antes. De un amor que no dijo ni adiós. Saudade de esta comarca insólita de montaña de caza y bosque al norte de nuestra región tan olvidada, a pesar de las veces que antes la recorrí, donde las aguas de los ríos son cristalinas y las migas y arroces saben a gloria.
Qué dicha madrugar para vagar sin rumbo y sin un alma por el casco viejo de Bullas, colorido y señorial; qué dicha descubrir los viñedos ocultos entre pinadas y vigilados desde las alturas por el monte Castellar; qué dicha el nacimiento del río Mula y las pozas que en su bajada lo acompañan y a las que si no adivinara heladas saltaría sin pensar; qué dicha una animada y amigable tertulia al calor del hogar... «Échale un gozo», ordenaba el campesino al hijo cuando llamaban a la puerta y la cortesía y la buena educación mandaban avivar el fuego con un buen puñado de sarmientos que dieran la bienvenida a la visita con su chisporrotear. Gozos le hemos echado unos cuantos este fin de semana a la lumbre y también nos hemos gozado de ese maravilloso milagro llamado amistad que «borra al tiempo y así nos libera. Es un río que, al fluir, inventa sus anillos», en palabras de Octavio Paz.
Escribo esta columna de vuelta al mar; fuera, el poniente estremece todo lo que está en pie. Necesito unos versos para terminar y Gil de Biedma, con los primeros compases de su 'Amistad a lo largo', pone hoy el punto final: «Pasan lentos los días y muchas veces estuvimos solos. Pero luego hay momentos felices para dejarse ser en amistad. Mirad: somos nosotros».
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