Comiendo un plato de cocido con un amigo al que creo sabio (jamás como, solo ceno, pero comí en atención a su sabiduría), le pregunté su opinión sobre las transitorias noticias del día. Dejó la cuchara y dijo: «No entiendo nada de este siglo XXI». ... La estupefacción por este siglo XXI la pasamos hace mucho, no tiene sentido. La opinión sabia es que hace veintidós años que no hay que tener opinión. Toda opinión medianamente seria y digamos homologable se acabó con la entrada de este siglo malforme. Tener opinión se acabó en el único –único– siglo de la entera Historia de la Humanidad donde todo el mundo cree que se puede permitir una opinión. No hay que tratar de entender nada porque hay demasiada gente ilusionada con la actualidad.
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Dentro de mis humildes posibilidades intelectuales, se conoce que voy por buen camino, que es el que lleva a la melancolía más completa: yo tampoco voy entendiendo nada de este siglo XXI. El siglo XX fue el más sangriento, el XXI el más memo, sin excluir la posibilidad de batir el récord de sangre. El siglo XX empezó en 1914 y el XXI cuando a alguien, a finales del primer decenio de este siglo, se le ocurrió trasvasar toda inteligencia de su propietario a su teléfono 'inteligente', que actúa así como parásito. Hasta bien entrado el milenio, creí poder analizar la realidad, encajarla dentro de una lógica heredada. Yo era aunque no lo crean un tipo jovial que pensaba que todo tenía un porqué. Vengo de esa escuela cartesiana de la lógica que hoy es absolutamente inaplicable, desfasada, viejuna, por la que te rididulizan y te tiran piedras. «Un día habrá que desenvainar la espada para poder afirmar que la hierba es verde», dejó escrito Chesterton, que atacaba por igual a los ricos que a los «pobristas» profesionales, en su defensa conmovedora de los pobres. Hoy solo hay «pobristas» profesionales que viven en el lujo más completo (salvo el estilo), sin mancharse con la calle, y dicen actuar en nombre de los pobres, en realidad directamente contra ellos. Hoy por el monte corren todas las sardinas y en el mar nadan todas las liebres. No hay tanto monte para tanta sardina ni tanto mar para ese cúmulo asfixiante de liebres. Nada por estúpido o estupefaciente que parezca le está vedado a la marcha de este siglo. Jamás pensé que aquello de «el siglo XXI será espiritual o no será» se refería a la llegada de religiones más zumbadas aún que la del reverendo Jones en la Guyana (que era comunista, por cierto), como la de quienes quieren destruir todo porque la felicidad es no tener nada. En su tarjeta de visita el Diablo dice llamarse Felicidad. Hoy el futuro distópico, la pesadilla prometida, fue ayer. El cantante Joaquín Sabina, otro que no entiende nada del ahora, lo ha resumido como mi amigo el sabio: «El siglo XXI me toca los cojones, es horrible».
Ahora cobran escalofriantes sentido aquellas palabras que hoy parecen proféticas de Rafael Alberti, de cuya publicación va a hacer un siglo: «Yo era tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos». O tres, o cuatro.
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