El centenario de la proclamación de la República de Weimar (1918-1933) ha convertido a este período histórico en la cinta americana del columnismo y ... la opiniología: sirve para todo. ¿Que quieres alertar del auge de la ultraderecha como si el Reichstag estuviera en llamas? Weimar. ¿Que te parece que tal o cual huelga está perjudicando al país? Weimar. ¿Las noticias falsas hacen mucho daño a la convivencia y dañan la credibilidad de las instituciones? Adivina. Sí, claro: Weimar. Si pagáramos derechos por el uso de la alegoría, los habitantes de esa pequeña ciudad de la Alemania central, del tamaño –más o menos– de Molina de Segura, serían multimillonarios.

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Tras chopocientos millones de artículos de pacotilla en alabanza de la República de Weimar, empieza a perfilarse la imagen de unas cuantas docenas de hombres de Estado que trataron durante quince años de salvar la democracia alemana de entre las garras de la inestabilidad, de los oscuros y equidistantes nubarrones que la amenazaban a derecha e izquierda, del desempleo y la hiperinflación que polarizaban a las masas y, ya que estamos, de los malvados franceses revanchistas que aprovecharon para invadir el Ruhr. No, yo tampoco sé cómo se pronuncia eso. Lo que sí sé es que la historia del fracaso de Weimar y del nazismo también lo es de unos políticos bienpensantes que ni se olieron la envergadura del horror que se les venía encima, que se dedicaron al parchís parlamentario en los años cruciales y que prefirieron salvar su escaño a salvar su país. Es sabido que el odio de los socialdemócratas hacia el movimiento obrero los hizo partícipes del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Por su parte, el esnobismo de los conservadores los alentó a tratar de utilizar a los nazis (a quienes, según el historiador Karl J. Newmann, consideraban poco más que espadachines de cervecería) en lugar de aplastar sus estructuras. Sale mal.

Así que sí, estás leyendo la revisión de Weimar número chopocientos uno, que se diferencia de las anteriores en que aquí las culpas se reparten. Ni la inestabilidad, ni la agitación social, ni la polarización: la criminal bisoñez de una clase política aferrada a categorías del siglo anterior, inservibles contra la tormenta perfecta que tenían encima. Si vamos a desempolvar la casaca (conceptual) del abuelo, yo también puedo jugar. Y acordarme por ejemplo del Gobierno del tecnócrata Wilhelm Cuno (1922-23), que no hizo ni el huevo mientras Alemania entraba a toda pastilla en la vía de la hiperinflación, ese simpático período histórico en que una barra de pan llegó a costar 3.000 millones de marcos. Esperó a la mano invisible del mercado para autorregular los desajustes, pero por lo que sea esta no llegó a las panaderías, y al final hubo que suspender la moneda.

Hay una forma de fanatismo que no parece tal, pues quienes la padecen hablan correctamente, van bien vestidos y pregonan un catecismo amarillento, tan útil contra los recios problemas del presente como la cinta americana para las goteras. Este verano, desde el Gobierno de España se han propuesto tímidas medidas de ahorro energético, entre ellas apagar los escaparates de tiendas cerradas, limitar el aire acondicionado o dejar en lo posible de usar corbata. Pocos ejemplos mejores de la ridiculez de ese dogmatismo de la inmovilidad que el desfile de personajes de derecha posando en corbata en la playa que hemos podido disfrutar (es un decir) este verano.

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Nada va a funcionar, según sus diez (o cien) mandamientos: los impuestos extraordinarios a bancos y eléctricas son comunismo. Topar el precio del gas, maoísmo. Subir el SMI y las pensiones, estalinismo. Fomentar los transportes públicos, chavismo. Ahorrar energía, marxismo. Ya, ya sabemos que la vida está cada día más cara y que entre la hipoteca y el recibo de la luz no te llega ni para macarrones con tomatico, pero el Señor (Garamendi) te pide paciencia y resignación y, sobre todo, que no te toques. No toques nada. La mano invisible del mercado vendrá a tiempo para salvarnos si tenemos fe y le bajamos un poco más los impuestos.

Sin embargo, una cosa es el catecismo y otra el hecho incontrovertible de que la gente, al final, se toca, y puede acabar cogiéndole el gustillo al bonobús o a la revalorización de las pensiones. En defensa de la Doctrina tenemos un Poder Judicial más caducado que un condón de guantera, pero aún efectivo en el 'lawfare' contra el Gobierno. Una RTVE en poder del PP que pierde espectadores al ritmo de Plácido Domingo, pero todavía es capaz de llenar de okupas la mente de tu abuela cuando baja a por el pan. Y bueno, quién quiere hablar de solucionar problemas, cuando puedes hablar del Falcon.

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