Habló Serrat al recibir el Premio Princesa de Asturias y sus sencillas palabras calaron entre el público, por lo que dijo y por cómo lo ... dijo. Frisando los ochenta, el cantautor catalán, que ha inspirado a varias generaciones de españoles, habló de respeto, de tolerancia, de diálogo, de reconocimiento mutuo, de caminos y no fronteras, y abogó por algo tan simple y a la vez tan complejo como es la democracia.

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Su discurso, emotivo y sincero, fue un soplo de aire fresco en una España entretenida, pero no suficientemente escandalizada, con las imposturas del 'caso Koldo-Abalos-Aldama', y con la caída en desgracia de Íñigo Errejón, cuyos correligionarios le ascendieron y arroparon, aun teniendo constancia de cómo se las gastaba, y le repudian ahora cuando el tema ha salido a la luz.

En un juego a dos bandas entre la clase política y el periodismo de declaraciones, asistimos a una cascada de pronunciamientos sobre ambos casos, sin analizar en profundidad las grandes cuotas de oportunismo, cinismo e hipocresía que encierran. Los medios premian la frase ocurrente y/o grandilocuente, en lugar de poner el acento en la búsqueda de la verdad, mientras los políticos incurren sin pudor en incoherencias, mentiras o contradicciones con el único fin de ahormar un relato que les sirva para ocultar las fallas propias, atacar al contrario o defender sus particulares intereses.

No hay autenticidad en sus palabras, ni propósito de enmienda, porque el supuesto código ético que blanden como ariete contra los contrarios es escondido descaradamente en un cajón cuando quien lo infringe les es útil o pertenece a sus filas.

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Esa falta de fiabilidad y su incapacidad para resolver los problemas reales de la gente puede estar detrás de la consideración de la cuestión política (los políticos, los partidos y sus actuaciones) como la principal preocupación ciudadana en la Región de Murcia, por encima de la inmigración y el desempleo, según ha puesto de manifiesto la última encuesta del Cemop.

Este preocupante dato contrasta, sin embargo, con la polarización creciente y la ausencia de pensamiento crítico, que lleva a muchos ciudadanos a asumir sin cuestionar el argumentario defendido por sus siglas, aunque esto suponga renunciar a ideas propias y a principios.

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¿Cómo se explica si no que miles de ciudadanos se unieran al linchamiento de Rubiales por un beso robado, y no hayan dicho esta boca es mía sobre las cutre-orgías en plena pandemia de Tito Berni –oportunamente desaparecido del panorama periodístico– o las aventuras amorosas de Ábalos, más propias de tiempos pretéritos, que del que fuera secretario de Organización del «partido del progreso» y ministro del Gobierno autocalificado como el «más feminista de la historia»? ¿No son estas relaciones sexuales, con contraprestaciones económicas, sufragadas, por cierto, con el dinero de todos los españoles, un torpedo a la línea de flotación del feminismo?

¿Cómo se pueden pasar por alto las conductas inapropiadas y las señales de alarma del entorno familiar y político del hombre que ganó una moción de censura como adalid contra la corrupción?

¿Cómo, demócratas convencidos, disculpan sin sonrojarse que el «puto amo», «el 1», haya arrasado con todas las cortapisas establecidas para garantizar la calidad de nuestra democracia, colonizando las instituciones y organismos claves para el funcionamiento del Estado; ninguneado al Parlamento y promovido la intervención de los medios de comunicación, que dócilmente desvían el foco y se engolosinan con la carnaza que les filtran para tapar las miserias de su círculo más íntimo?

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Quizá porque es más cómodo no pensar en aras del confort que proporciona el pensamiento único, el calor del rebaño. Quizá porque nos hemos contagiado de ese mismo cinismo que echamos en cara a nuestra clase política, y damos por válido todo lo que puedan hacer los nuestros, aunque resulte éticamente obsceno, con tal de no dar ventaja alguna a los otros.

Por eso, frente a tanto fariseísmo, la autenticidad de las palabras de Serrat me conmueve y me lleva a pensar que mensajes como el suyo y el de otros referentes del mundo de la ciencia, las artes o el deporte, pueden calar en la ciudadanía y demostrar que hay otra forma de estar en el mundo, y de hacer y entender la política, lejos de la fiel hipocresía.

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