La primavera a la que estamos abocados propicia las efusiones sentimentales. Al compás del renacer de la naturaleza revolotea el espíritu como inquieta mariposa, liberado de la contención brumosa de estaciones precedentes. Las exaltaciones líricas se diseminan irrefrenables, vertiendo con acendrado verbo emociones desbordadas. Es ... tiempo para poetas. Aunque no solo aletean con frenesí las pasiones contenidas. Como contrapunto terrenal –sin ánimo de desnaturalizar la idílica ocasión– también se adueñan del ambiente elementos de estirpe más prosaica. Sucede con el conglomerado de partículas ambientales, de toda clase y condición, entre las que abundan los pólenes aventados tras la eclosión floral de matorrales, gramíneas, arbustos, arboledas... Vienen a sumarse al abigarrado muestrario de elementos habituales que flotan de modo permanente en el aire, como polvo en suspensión, múltiples virus y bacterias o diversos productos químicos.
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Este variopinto conjunto –inapreciable muchas veces a la visión por su tamaño– se hace patente cuando estas diminutas porciones de materia se inhalan al respirar, por su capacidad para estimular, en ocasiones irritándolos, los receptores de la fina capa mucosa que tapiza el interior de la nariz. De este modo se provoca el estornudo. Es un movimiento respiratorio forzado, que sirve como mecanismo de defensa normal para expulsar las sustancias atrapadas. Así se evita que estas puedan progresar hacia el interior del cuerpo humano, en su camino hacia los pulmones. Se trata en suma de un acto reflejo involuntario, en el que intervienen con exquisita, coordinada y elegante precisión los componentes de la musculatura respiratoria, aumentando la presión en el interior del tórax. En esta acción combinada se expele con fuerza un chorro de aire, arrastrando y expulsando los corpúsculos retenidos.
Como se ha demostrado con rigor en diversos modelos de física experimental, la transmisión por vía aérea es el mecanismo habitual de contagio por el virus que nos atenaza, difundiéndose por el aire en derredor al toser, hablar, cantar o estornudar. En su camino por esa estación de paso que es la nariz, el microorganismo infectante suele provocar episodios de estornudos. Es un síntoma frecuente, similar en todas las infecciones de las vías aéreas superiores respiratorias. Tan relevante indicio del estornudo, en estos tiempos de curso acelerado de fisiología básica, ha visto menoscabado su interés. Quizás relegado en la consideración popular por la preminencia que se concede –entre las peculiaridades de la infección por Covid– a señas quizás más llamativas. Con cierto exotismo para el profano, como son la falta de gusto y de olfato, pese a que la proporción de infectados que las presentan es reducida.
Se podría aventurar que tal vez el estornudo sea tenido en la consideración médica como rasgo menor. Lo cual no ocurre, sin embargo, respecto a su notoriedad antropológica donde, desde los albores de la humanidad, ha gozado de especial predicamento entre todas las culturas. Con cumplida recepción en la historia tanto como en la mitología. O en las normas de urbanidad, al implorar o desear el sincero deseo de restablecimiento de la salud del afectado. Se remontan los testimonios hasta la mitología clásica, citando a Prometeo cuando, en su afán de robar un rayo de sol a Zeus para insuflar la vida a una estatua, sufrió el primer estornudo conocido al abrir la bolsa donde lo transportaba. En esas consideraciones antropológicas, las explicaciones han oscilado entre su deriva perniciosa, señalando que a su través se escapaba el ánima, o interpretado como signo inequívoco de estar poseído por alguna instancia maligna. Hasta el extremo de considerar su función para expulsar los humores nocivos que afectaban al correcto funcionamiento del cerebro, como medio de curar la locura. Con esta intención incluso se recurría al empleo de sustancias obtenidas de diversas plantas, a partir de una ancestral farmacopea popular: los estornutatorios para provocarlo.
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También en otros ámbitos se tenía por heraldo de un pronóstico ominoso, preludio de un desenlace fatal. De ahí que, en la Edad Media, una época en la que el temor de Dios impregnaba por completo todas las vicisitudes de la vida cotidiana, se popularizara responder al estornudo con un 'Jesús', tras percibir el onomatopéyico 'Atchís', respondido a su vez con un 'Gracias'. Fórmula de educación que, como tantas, ha conocido tiempos mejores. Su interés médico, por la relación que tiene con los inicios de las infecciones respiratorias, puede alertar de una posible infección vírica, junto a síntomas catarrales conocidos en esta pandemia de nuestro descontento. De lo que no cabe duda es de su valor social en las relaciones humanas. Es una muestra de respeto hacia quien estornuda. Señal de educación por el deseo de curación, por su significación cuando se expresan ruegos de salud para el prójimo.
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