El móvil sonó justo cuando me disponía a terminar de ver un conocido programa de televisión que te estimula a buscar palabras más o menos difíciles. La voz era rotunda: ¿Es usted fulano de tal? Sí, ese es mi nombre. ¿Vive en la calle x, ... número y? Eso es, aquí vivo. Pues bien, pasamos enseguida en la ambulancia para llevarlo al hospital. Me quedé mudo durante largos segundos. ¿Oiga? ¿Me oye? Que vamos a recogerlo... Sí, sí, lo he oído... Pero yo... En un instante me rondaron por la cabeza un sinfín de ideas, algunas de ellas hasta esotéricas. Yo no había llamado a ambulancia alguna; me encontraba perfectamente viendo el conocido programa de televisión en el que hay que adivinar palabras difíciles, en fin, que, ¿qué demonios podría haber ocurrido para que me llamen a mí, precisamente a mí, que estaba bien, con los jugos gástricos dispuestos a engullir la cena, sin pensar en ir a ningún hospital. Todo eso me rondaba por la mente, como premoniciones que lees en las novelas, por las que se anuncia que algo malo va a pasar. No debería leer tanto, me dije, no sea que, como a Don Quijote, vaya a secarse mi cerebro.

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Al otro lado del teléfono tenía a la persona que me advertía de que me iba a recoger con una ambulancia. ¿Me oye? Sí, claro que le oigo. Apenas habían pasado unos instantes, pero, como antes dije, parecían horas, días, en los que le das vueltas a eso de por qué nos ponemos malos, cuando menos te lo esperas, que decía la película. Sí, le oigo, dije, pero yo no he llamado a ninguna ambulancia, no me encuentro mal, es más, tengo hambre para cenar, no sé a qué se puede deber este absurdo. ¿No se llama usted fulano de tal y vive en la calle x...? Sí, sí, ya le he dicho que sí, pero le repito que no he llamado a ningún hospital ni a ninguna urgencia para tener que auxiliarme. Qué raro, oigo decir al otro lado del teléfono. Pero si usted lo dice... En fin, voy a llamar a mi jefe a ver qué pasa. Eso es, contesté, a ver qué ha pasado. Y me quedé con las ganas de añadir: y me lo cuenta, por favor. No me dio tiempo a más, pues el de la ambulancia, como es lógico, salió pitando.

No crean que esta es una historia inventada. A los plumillas nos encanta que nos pasen cosas raras pues las podemos contar como merecen, y buscarle las cosquillas en forma de moraleja... si es que la tiene. He de confesarles que pasé un mal rato, no por nada, sino por la incertidumbre que suponía la situación. Tras darle dos o tres vueltas al asunto, pensé que en algún otro lugar de la ciudad en la que vivo había un señor, o una señora, esperando una ambulancia perdida o desnortada. Y llamé al hospital en cuestión. Quería decirles que se habían equivocado, sí, pero que alguien estaría pendiente del servicio que yo no necesitaba. Llamé. Y llamé. Esperé. Y esperé. Un robot me dijo que cuál era el motivo de la llamada, que si era titular del teléfono y cosas así... Aguardé a que lo cogiera una operadora, como me prometieron que iba a hacer, pero que si quieres arroz, Catalina. La operadora no apareció tras minutos y minutos de espera. En fin, que colgué y volví a mi rutina, aunque, eso sí, no me enteré de quién ganó ese día el concurso que estaba viendo en la tele. Más se perdió en Cuba, me dije.

Una nueva llamada me explicó el misterio. Era de mi cuñado; me dijo que habían llamado a urgencias para atender a mi hermana y que se retrasaron por lo que todos ustedes saben. El receptor del aviso dio a la tecla de una persona con idénticos apellidos del solicitante del servicio, pero de nombre distinto. Y la lió. Es lo que pasa cuando uno se equivoca de tecla. Eso es todo. La cosa no fue a más: mi hermana recibió la atención adecuada, a las pocas horas la devolvieron a casa... todo en orden. Colorín colorado.

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Es que la gente a veces le da a la tecla indebida. No siempre, pero pasa. Como aquel diputado del PP, que se equivocó al darle al botón que no era, y permitió que saliera adelante una ley que no quería... gracias a su voto. Más delito tiene eso.

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