Hay dos temas prioritarios en todas las sociedades que tendrían que estar por encima de ideologías, sin depender de quién gobierne. Su trascendencia rebasa cualquier debate. Uno es la sanidad; la educación, el otro. Sanidad y educación deberían ser algo así como territorios intocables, en ... los que solo pequeños matices pudieran marcar diferencias. Es razonable que gobiernos de izquierda primen lo público, y gobiernos de derecha, lo privado. Pero hasta en esos contrastes hay compatibilidades.
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Sin embargo, si en sanidad las coincidencias son posibles (salvo disparates como construir hospitales sin plantillas cerradas), en educación hay demasiadas discrepancias. Y no debería ser así. De un tiempo a esta parte, percibimos con cierta naturalidad cambios del sistema educativo, fundamentalmente, en los programas de estudio de todos los niveles, en sus desarrollos y en la forma de acceder a la carrera docente. La mayoría de la población contempla este hecho con extrañeza. Es evidente que año tras año esos cambios se vienen produciendo ante la sorpresa de todos.
Llama poderosamente la atención ese deseo de alterar las cosas del pupitre. Salvo detalles, como encargar libros de textos a alguien de los tuyos, que no es poco detalle, no tendría por qué modificarse los planes de estudio tanto y tan frecuentemente. Lo normal y lo sensato sería que los partidos se hubieran puesto de acuerdo hace tiempo, para que los estudiantes de varias generaciones cursasen prácticamente los mismos contenidos. Solo innovaciones como la incorporación de nuevas reglas y palabras de la RAE, descubrimiento de territorios ignotos, o popularización de técnicas de comunicación, serían motivo de anexión en sus correspondientes materias. Lo demás no tendría por qué cambiar. Claro que, más allá de contenidos, me temo que lo que más ha variado en la enseñanza ha sido la burocracia. Una burocracia, alentada por psicólogos y pedagogos, que se metió en las aulas en forma de programaciones, objetivos, estándares, criterios de evaluación, diversidad, por no hablar de contenidos mínimos, es decir, de vergonzosas bajadas de nivel. A esto es a lo que nos han llevado los sucesivos cambios realizados por cada gobierno de turno. Tanto, que acabo de leer que, si los alumnos que suspendan encuentran explicación a sus cates, que no se preocupen: no solo pueden pasar de curso, sino que, al final, podrán tener títulos a pesar de no tener todas las asignaturas aprobadas. Aquella bajada de nivel que supuso la ESO queda ahora en mantillas.
Por otro lado, a los profesores de hoy no solo se les pide que enseñen bien, sino que demuestren a la inspección que hacen controles, papeles, informes, trámites, evaluaciones, recuperaciones... A los pobres docentes no les queda tiempo para leer, reciclarse, ir al cine o al teatro. Únase a ello la manía de que tienen muchas vacaciones y han de ser como todo quisque: un mes y listo. Sin reparar en que el maestro no llega a casa y pone la televisión. Ha de seguir rellenando papeles, y preparar las siguientes actividades. Todo para que un inspector apruebe a un alumno suspendido, por no haber cumplimentado de manera adecuada el formulario en cuestión. Todo esto nos aboca a una paulatina pérdida de autoridad de los docentes. Recordemos que la enseñanza es una profesión que necesita la formación continua.
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Este dislate no es cosa de un único partido. No hay gobierno que deje de dar su impronta a los planes de estudio. Quiero recordar que fue el ministro Ángel Gabilondo quien llegó a poner a todos los partidos de acuerdo para no cambiar de modelo educativo durante años. Con pactos por escrito. No sé qué pasó, creo que fue la llegada de nuevas elecciones, que todos los avances se fueron a tomar viento. Ganaron 'los otros' y donde dije digo, digo diego. No se tiene en cuenta lo que mi amigo Juan-Ramón Calero insiste una y otra vez: si el cincuenta por ciento de los españoles es de derechas, y el cincuenta, de izquierdas, ¡habrá que ponerse de acuerdo! Mientras, tenemos a los maestros locos: cuatro años con educación para la ciudadanía, cuatro años con religión. Y es que ahora, la religión cuenta de media para las pruebas de selectividad. Peor que en los duros tiempos del franquismo. Entonces, las 'marías' eran las 'marías'. Por no hablar del 'pin parental', propio de película de Berlanga: los padres pueden vetar enseñanzas propuestas por los colegios ¡no sea que los castos oídos de las criaturas sufran duros ataques a sus inocencias! ¡Válgame el Señor!, que diría mi madre.
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