Recuerdo el día en el que Clara comenzó a andar. En el pasillo de casa, apenas unos metros. Temblorosa y sonriente, avanzaba con torpeza como ... apoyándose en el aire que le rodeaba. Recuerdo soltarla de mis brazos poco a poco, dejándolos cerca pero sin tocarla, apenas a un palmo, la distancia suficiente para sujetarla si caía, mientras ella avanzaba sin mirar atrás.
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Es profundamente humano aferrarse a lo que amamos. Abrazarlo con todas nuestras fuerzas, amarrarlo para que no se vaya. Cuando llega un hijo, lo recibimos acurrucándolo con suavidad y, casi por instinto, armamos nuestros brazos como un escudo que le proteja de todos los males que le acechan y que, tantas veces, no son más que aquellos que nos aterraron a nosotros. El miedo, ya se sabe, es cosa de adultos.
Cuando crecen, les bajamos de nuestro regazo y les ofrecemos la mano para que la sujeten mientras caminamos con ellos, paso a paso, sin soltarles. Hasta que, un día, nos damos cuenta de que el siguiente paso deben darlo ellos solos. En ese momento, lo único que podemos hacer es soltar su mano con disimulo y dejarles marchar, confiando en que puedan sostenerse sin nuestra ayuda. Esa es la mayor prueba de amor que les podemos ofrecer. Dejar que se vayan. Dejar que se alejen.
Me he ocupado estos años de sostener a Clara contra cualquier tipo de inclemencia, viniera de donde viniera, sin soltarla, rezando para que nunca me preguntara quién me sostenía a mí. La he protegido a mi lado, bien pegada, y lo he hecho también en la distancia, desde la mitad de sus días que, irremediablemente, me he perdido. La vida nos ha obligado a contarnos como padre e hija al teléfono, con algo de imaginación y mucha paciencia. Todos los obstáculos que he tenido que sortear me han convertido en un padre mucho mejor del que jamás hubiera llegado a ser de otro modo.
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Clara se está haciendo mayor ante mis ojos, aunque yo me empeño en verla como la primera vez que la tuve frente a mí, una madrugada de otoño de 2008. Cuando ahora me habla desde su voz grave y sus ojos dibujados de rímel me siento como Steve Martin, en 'El padre de la novia', el día en el que su hija le explica: «Papá, he conocido a alguien y nos vamos a casar», mientras él, paralizado, sigue viendo a una niña de 8 años al otro lado de la mesa.
Cada 11 de octubre, Clara se aleja unos cuantos centímetros más. Yo finjo no darme cuenta pero, cuando ella no me ve, la observo orgulloso y aterrado, con los brazos bien alerta por si, en algún momento, debo recogerla del suelo y volver a prepararla para el paso siguiente. Pronto ya no necesitará mis brazos para sentirse a salvo, no reclamará mi mano como punto de apoyo pero, cuando llegue ese día, nos daremos cuenta los dos de la enorme distancia que hemos recorrido juntos todos estos años.
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Todo este tiempo he procurado llenar sus bolsillos de lo mejor de mí mismo, ofreciéndole todas las oportunidades a mi alcance e, incluso, algunas más, para convertirla en una mujer capaz de encajar los golpes de la vida con naturalidad y asumir sus decisiones con calma. Quiero pensar que algo de lo que hice quedará en ella para siempre convirtiéndola en la persona que ya es: libre, fuerte, generosa y vital. Con 14 años, ninguna sacudida de la vida, ninguna caída, conseguirá vaciar sus bolsillos. Los lleva cosidos al corazón.
Cuando Clara aprendió a andar en el pasillo de casa nunca miraba atrás. Avanzaba confiada siempre con la vista hacia adelante. Algo dentro de ella le decía que los brazos de su padre la rodeaban en silencio mientras ella caminaba. Ahora Clara comienza a dar sus primeros pasos en la vida, sus primeras decisiones, un camino que afrontará como siempre lo ha hecho, con paso firme, una enorme sonrisa y la mirada siempre al frente. Ella no lo pregunta y yo no se lo digo, pero sabe que tras ella estará siempre su padre, vigilando que nada le pase, con los brazos preparados. Apenas a un palmo.
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