Primero fue la vacuna de AstraZeneca; ahora la de Janssen. La única solución real y efectiva para superar la pandemia está siendo bloqueada por el pánico y las reacciones irracionales. El 11 de septiembre de 2001, la humanidad asistió, por primera vez, a la retransmisión ... en tiempo real de un atentado terrorista. Veinte años después, la población mundial vuelve a ser espectadora de un suceso –la campaña de vacunación contra la Covid-19– al cual se tiene acceso en sus 360º, sin que ningún punto ciego quede fuera de esa todopoderosa pantalla en la que se ha convertido la actualidad. La hipervisibilidad de este ambicioso proceso de vacunación conlleva que todo él llegue a cualquier ciudadano del planeta en la forma de una información apabullante y en estado bruto, sin filtrar por parte de las autoridades científicas. Y he aquí el problema: que lo que, en un principio, debería ser considerado como una virtud –el acceso libre y pleno a la información– ha terminado por convertirse en una oportunidad pintiparada para interpretaciones sesgadas y paracientíficas, capaces de desacreditar la voz autorizada de los expertos en la materia.

Publicidad

El miedo es más poderoso que la ciencia. Es muy difícil que el rigor y serenidad de la argumentación racional pueda contrarrestar la irracionalidad de un estado de ánimo social inflamado. En otra vuelta más de tuerca de esta distopía interminable que vivimos, la población mundial –y en ella se incluyen las estructuras políticas, la sociedad civil y los medios de comunicación– temen más al remedio que a la enfermedad. Pongamos como ejemplo el caso de la vacuna de Janssen, cuya administración ha sido pausada por la FDA de Estados Unidos, después de seis casos de trombos padecidos por personas inyectadas con dicho suero. Habida cuenta de que el número de vacunados con esta marca en aquel país es de 6.800.000, el porcentaje de casos anómalos es de un 0'0000008. Si a esto sumamos que, diariamente, están muriendo por Covid en torno a 11.000 personas en el mundo, la conclusión es clara: la humanidad se está suicidando. Se le está pidiendo a la ciencia algo que jamás ha tenido: infalibilidad. Una vacuna que tiene un margen de error del 0,0000008 ya no resulta válida, prefiriéndose la muerte por infección de miles de personas cada día. La pandemia se considera como un inevitable que hay que sufrir; la ciencia 'casi-perfecta' es contemplada, por el contrario, como una amenaza que urge evitar. Ningún científico ha desautorizado la inyección de AstraZeneca y Janssen. Sus ventajas son infinitamente mayores que las rarísimas complicaciones que su administración pueda causar. Pero las autoridades mundiales han decidido no escuchar el apoyo unánime de la ciencia mundial a los preparados de ambas marcas, e interrumpir su aplicación. Estas decisiones priorizan el miedo a la ciencia. Y al así hacerlo están convirtiendo la gestión de la pandemia en una suerte de ritual apotropaico, por el cual nos defendemos frente a las horrendas amenazas mediante comportamientos mágicos. Mucho nos mofamos de Miguel Bosé y de sus paranoias negacionistas, pero en la decisión de desestimar las vacunas de AstraZeneca y de Jassen existe el mismo patrón de comportamiento del negacionismo. La superstición nos está gobernando en el momento más dramático vivido por la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial.

Es innegable que, detrás de este estado de opinión paracientífico en el que germina el pánico global, se encuentra un fenómeno que puede terminar por destruir nuestro sistema de convivencia tal y como lo conocíamos hasta marzo de 2020: la sociedad del riesgo cero. Queremos volver a nuestra 'vieja normalidad' –al menos eso nos dicen y decimos–. El problema es que esta normalidad a la que ansiamos retornar constituye un pasado que nunca existió. El 'antes' que hemos convertido en nuestro futuro más deseable es una sociedad que, de repente, se ha vaciado de cualquier riesgo y amenaza, y está regida por una certidumbre absoluta, casi metafísica. Nuestro pasado prepandémico estaba caracterizado por lo que Ullrich Beck denominó la 'sociedad del riesgo': una estructura de comunidad engrasada para lidiar con los diferentes peligros e inseguridades traídos por la modernización. La sociedad prepandémica se hallaba organizada en torno a la amenaza del peligro inminente, de la incertidumbre estructural. Sin embargo, la falla emocional provocada por el coronavirus ha traído una consecuencia inesperada: la intolerancia a cualquier mínimo riesgo. La convivencia con la catástrofe durante más de un año no nos ha hecho más resilientes, ni nos ha permitido desarrollar una mayor capacidad para sobrevivir en el abismo de inseguridades en el que vivimos inmersos. Todo lo contrario: el pánico se ha desatado y recorre el sendero más peligroso de todos –el de la utopía biopolítica del riesgo cero–. Ni siquiera aceptamos un 0'0000008 de margen de error en una vacuna que salva miles de vidas cada día. Preferimos encerrarnos en nuestra casa, abandonar el espacio social, morir de tristeza, permitir que se nos socaven diariamente nuestras libertades fundamentales con tal de no aceptar la 'casi-perfección' de la ciencia.

La necesidad del 'riesgo cero' es, paradójicamente, la principal arma de autodestrucción que la humanidad ha comenzado a utilizar de manera indiscriminada. Estamos quemando brujas y no nos estamos dando cuenta de ella. Como en la Edad Media, el miedo es más poderoso que la ciencia.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€

Publicidad