En un descomunal y memorable esfuerzo científico sin precedentes, se ha sintetizado la vacuna para remediar los estragos de la actual pandemia viral. Es un atisbo esperanzador al que aferrarse, para mitigar las aciagas consecuencias de la infección. Sin embargo, tan encomiable hito del conocimiento humano no goza de una aceptación generalizada, pues un apreciable conjunto de la población –según diversas encuestas– se muestra reacio a vacunarse. Esta renuencia cobra especial relevancia cuando se trata de cuidadores de personas vulnerables, ya sean trabajadores de residencias o sanitarios. En su caso, tal negativa supone un riesgo, ante la altísima posibilidad de que puedan convertirse en agentes transmisores de la infección viral a quienes están a su cargo. No es una postura desconocida, puesto que una actitud similar se viene dando con la bien establecida y asentada vacuna contra la gripe. Sobre esta última destaca que el porcentaje anual de sanitarios y cuidadores que optan por esta medida preventiva, de eficacia contrastada, es singularmente reducido. Pese a conocer sobradamente sus indudables ventajas, al disminuir de manera significativa los procesos gripales entre las personas a las que asisten.
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Las razones esgrimidas para explicar este rechazo son complejas. Y variadas. Subyacen motivos enraizados en la diferente variabilidad del comportamiento humano. Desde criterios asépticos sorprende que, conociendo el beneficio para la propia salud de una determinada actuación, no se aprovechen sus ventajas. No consideran que, con esa decisión, otros puedan verse favorecidos. Las características individuales, determinadas por el carácter, la educación, las condiciones sociales y tantas variables como modelan la personalidad, condicionan nuestras decisiones cotidianas. El rechazo a las nuevas vacunas no responde a una ideología determinada, ni del todo a un grupo social concreto, pues engloba a gentes de muy diversos talantes. A reforzar la negativa contribuye el eco poderoso de los bulos, mediante noticias falsas con groseros errores de conocimiento. Magnificado todo ello por ese altavoz, en ocasiones tan perverso, de las redes sociales, determinantes de comportamientos irracionales. Entre otras falacias se apunta la posibilidad de efectos secundarios indemostrables. O la insinuación de que las actuales vacunas podrían modificar las características genéticas, por estar diseñadas a partir de ácido ribonucleico. Otro enredo más, puesto que los ácidos nucleicos son dos, y el ribonucleico para nada influye sobre los genes.
También se menciona el origen de los precursores vacunales, a partir de células obtenidas desde embriones. Y tantos otros que encuentran fácil difusión y escaso freno, sin contrastar con noticias fiables. No es menor la resistencia a vacunarse entre quienes apelan a la primacía de la libertad individual, o consideran intolerable la intromisión que el pinchazo supone contra la integridad del cuerpo humano. Nada menos. Posiciones, sin embargo, no tan frecuentes como por su resonancia mediática cabría imaginar, pero que ahí están.
En este contexto, se ha llegado a sugerir la obligatoriedad de estas vacunas, dadas las tremendas repercusiones desastrosas de la pandemia en todos los aspectos. Sería una decisión encaminada a proteger la salud colectiva. La obligatoriedad fue adoptada en algunos países avanzados respecto a otras vacunas, con la exigencia de un certificado para poder acceder a determinados puestos de trabajo, ser admitidos en escuelas o gozar de algunas prestaciones sociales. Esta es una cuestión de calado, en la que entran en conflicto razones legales, al plantearse dudas de carácter incluso constitucional.
Sin llegar a este extremo, en el caso de los cuidadores de personas vulnerables debería considerarse la opción altruista, teniendo en consideración la primacía del bien común, sustentado en la premisa de que uno de los principios básicos de la atención sanitaria es la de no perjudicar a otros. Para vencer las reticencias se puede demandar cierta grandeza personal. Atreverse, aun con la vacilación que suscita lo nuevo, con la garantía de la aprobación por distintas agencias oficiales de evaluación de medicamentos. Estos organismos siempre optan por la cautela, ante la disyuntiva entre eficacia –capacidad para curar– y seguridad –que las complicaciones no superen a los potenciales beneficios–. En el bien entendido de que nunca se puede certificar la seguridad absoluta, dada la extraordinaria variabilidad biológica del cuerpo humano. Pero en este momento es pertinente que líderes, responsables sociales y científicos insuflen las necesarias dosis de confianza. La premura de los acontecimientos, abocados a una espera improductiva, lesiva para cuerpos, mentes y haciendas, así lo requiere. En la incertidumbre, sin el necesario sosiego para decidirse, emerge la generosidad. Esa satisfacción íntima, invalorable, que siempre deparan las acciones individuales que repercuten en ayuda a los demás. Como muestra real de auxilio y socorro al prójimo.
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