Se dice que es frágil aquello que cede con facilidad ante cualquier agresión, siendo proclive además a sufrir deterioro y romperse por su debilidad y escaso vigor. Aplicada a la salud sería esta una percepción de vulnerabilidad, en términos genéricos. La que se tiene en ... cuanto concierne al cuerpo humano respecto de la vejez, propenso a sufrir enfermedades. Incluso subyace de modo inconsciente la idea de que se trata de una condición irreversible, que se correlaciona de un modo seguro con la posibilidad de caer enfermo. Algo inalterable. Cuando la realidad es que, por ser una condición que implica a diversos factores, resultan factibles soluciones que detengan una deriva perniciosa. Estas reflexiones vienen a colación porque, durante meses, hemos asistido al sonsonete diario del recuento del número de afectados por el coronavirus, rematado con el colofón de aquellos que no han podido superar la infección y han fallecido. En este inacabable goteo de bajas se ha resaltado en todo momento la edad. Aunque ninguna franja se ha visto exenta de sufrir la enfermedad, esta se ha cebado con especial intensidad y consecuencias mortales en el conjunto de personas muy mayores. Sin embargo, y en un tono de esperanza, es posible –y más todavía a la luz de lo que nos ha enseñado esta terrible pandemia– arbitrar soluciones para revertir, con las medidas oportunas de soporte, esa fragilidad apuntada y minimizar el impacto de llegar a sufrir una dolencia grave. Se daba casi por hecho que la evolución fatal era una condición asociada sin más a la vejez.

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Es un hecho que el aumento de la esperanza de vida al nacer prácticamente se ha doblado a lo largo de las últimas dos centurias. Esta circunstancia ha propiciado el desplazamiento de la pirámide de edades, por el considerable aumento de personas de edad avanzada, mayores, ancianos o, simplemente viejos, como uno de los signos distintivos de la sociedad actual. A esta mejoría en los parámetros de supervivencia vital han contribuido las medidas de higiene y salud públicas. Hablamos de la potabilización del agua, el uso de las vacunas y los antibióticos, así como el progreso constante de la medicina, en consonancia con la extensa cobertura de la atención sanitaria. Pero, a costa de prolongar los años de vida, el peaje que es preciso pagar consiste en un progresivo declive de la fábrica del cuerpo humano, físico y mental. Poco se ha conseguido frenar o siquiera ralentizar el desgaste de las estructuras que componen el armazón corporal. En su devenir a lo largo del ciclo vital –desde el nacimiento hasta la muerte–, esta arquitectura va modelando de forma continua sus engranajes, adaptándose como el resto de funciones del organismo a los cambios de la edad. Se transita desde un periodo de inmadurez, en el que se van desarrollando sus distintas piezas y mecanismos en la niñez, hasta la plenitud de funciones fisiológicas en la edad adulta. Una vez alcanzada esa cima se experimenta un deterioro estructural progresivo, agostándose lenta e implacablemente hasta su extinción.

A la continuada alteración de la fábrica corporal contribuyen múltiples agentes internos y externos. Sobre la herencia genética inciden los productos derivados del metabolismo, el medio ambiente y las condiciones sociales y económicas. Estas últimas son implacables. Socavan, minan y deterioran el armazón orgánico. El proceso de envejecimiento biológico sometido al control genético depende de la vida de las células y de su capacidad para dividirse un número de veces predeterminado y limitado. Con cada nueva división celular, los extremos de los cromosomas, conocidos como telómeros, se van acortando progresivamente. Una vez alcanzado un límite predeterminado en dichos cromosomas, las células sufren un mecanismo de destrucción programada: la 'apoptosis'. Es un término griego de singular resonancia poética, al evocar la caída de los pétalos de las flores... Es cuando aparecen problemas de movilidad, de incontinencia, como el déficit en la memoria o la concentración, amén de las alteraciones en la conducta, condicionando sobremanera la actividad de relación social.

Una vez alcanzada esa cima, se experimenta un deterioro estructural progresivo

Estamos ante una fragilidad que a las limitaciones físicas une situaciones de desarraigo, soledad y desamparo, tanto como económicas, junto a la pura atención sanitaria. El cuidado de personas vulnerables estaba tradicionalmente integrado en el núcleo familiar. Pero los profundos cambios sociales han variado esta labor de ayuda, en un desafío de envergadura descomunal para las sociedades modernas. En este contexto de fragilidad cabe, amén de la acción de las instancias públicas, recabar la conciencia social, con acciones voluntarias para mejorar las condiciones de los años finales de la vida. Tal vez frágiles y vulnerables, pero, con auxilio, sanos. Eso es una cualidad de una sociedad avanzada. El cuidado exquisito de los ancianos.

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