La reiterada inflación de informaciones, comunicados, advertencias, indicaciones u opiniones sobre la vacunación, para protegerse de la Covid-19 por medio de la vacuna, quizás esté bordeando –si es que no ha entrado ya de lleno en ella– la saturación. A ese empacho nos sumamos la mayoría, mientras vivimos esta inacabable fatiga mental derivada de la pandemia. Estamos deseosos de acceder a sus beneficios, pero anhelando un imperativo: hágase lo correcto, y punto, para zanjar por fin el problema. Es una aspiración por el momento utópica, dada la distancia entre la oferta de un bien escaso y la descomunal demanda existente, que obliga a establecer prioridades para una justa administración. Todo ello da lugar a serias deliberaciones por parte de las agencias gubernamentales encargadas de programar el reparto más adecuado. Para ello apelan a conjugar su experta visión puramente biológica –dosis eficaces, intervalos de administración, respuesta de anticuerpos o duración de la inmunidad– con el concurso del intrincado universo de ética y justicia social, para así establecer las recomendaciones. Se trata, señalan los expertos, de una estrategia cambiante, para adaptarse tanto a los suministros disponibles como al riesgo epidemiológico que va desarrollando la población

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Existen unos criterios de selección para asignar inicialmente las vacunas, a la luz de la mejor evidencia científica disponible en cada momento, mientras el suministro sea limitado. Se trata de aplicar en este escenario consideraciones éticas que aúnen tanto la igualdad como la justicia en materia de salud. Hay unas circunstancias determinadas, tanto por el mayor riesgo de infectarse determinados colectivos vulnerables, como por la facilidad de acceder a los recursos sanitarios disponibles. Para satisfacer estas premisas es necesario priorizar las actuaciones que sean más beneficiosas, en términos de coste y eficacia, en un contexto de recursos limitados. Se trata de conjugar distintas visiones éticas, desde el concepto 'igualitario' hasta el de 'utilidad'. Eso sí, aplicando en las distintas fases programadas criterios de reciprocidad, maximizando los beneficios y minimizando los riesgos, dirigidos hacia los grupos más expuestos a infectarse o proclives a sufrir una morbilidad y mortalidad elevadas, según lo observado hasta ahora.

De esta consideración se desprende que es indiscutible, en una primera fase, vacunar lo mismo al personal sanitario y sociosanitario, como a los mayores de edad, con especial atención a las personas asiladas. Inciden los expertos en vacunas en la necesidad de divulgar estas fases, para conocimiento de la población, apuntando a que incluso puedan formular observaciones, para tenerlas en cuenta. Porque, si bien no admite discusión este periodo inicial, una vez superada esta primera etapa surgen las controversias acerca de los siguientes grupos a vacunar. Esto es algo que por el momento aún no se ha concretado, pero que tiene igualmente la intención manifiesta de reducir la transmisión comunitaria y con ello facilitar la actividad económica y social. El debate está en determinar a cuáles se considera colectivos esenciales, como ya se pide en los medios de comunicación. ¿A quién vacunar ahora por orden de importancia en sus cometidos? ¿A los transportistas, los farmacéuticos, los que atienden en lugares públicos, los taxistas? Se barrunta pues un nuevo frente conflictivo. Habituados en tan aciago año a un inagotable caudal de controversias y desmentidos, quizás ahora nos veamos arrastrados por otro bucle perverso.

El objetivo de la campaña de vacunación de reducir infecciones y muerte, y reparar las consecuencias sobre la economía, así como la recuperación de contactos sociales, enlaza con otra imperiosa necesidad. Para controlar de manera adecuada la pandemia, al romper la cadena de transmisión se requiere una acción combinada de alcance mundial. No valen las recetas locales. Para este propósito, los países con menos recursos deben disponer al mismo tiempo de un número suficiente de vacunas. De otro modo, los contagios seguirán su curso irrefrenable. Con la intención de remediar esa disparidad, la OMS, junto a diversas organizaciones filantrópicas y compañías farmacéuticas, ha diseñado una estrategia. Pretende esta el desarrollo, fabricación y distribución de modo igualitario de las vacunas actuales, denominada Covax. Buscan con ello que se asignen al unísono con los países más desarrollados, de acuerdo con un criterio proporcional al número de habitantes. Teniendo en cuenta que ninguno dispondría de una cantidad de dosis superior al 20 por ciento de su población, hasta que se haya alcanzado ese porcentaje en el resto de países.

Anhelantes por conocer las siguientes fases de vacunación, en esa espera por retomar unas costumbres cotidianas arrumbadas por una minúscula partícula vírica, nos encomendamos al deseo de lograr una producción masiva de vacunas que cubra todas las necesidades. Una vez alcanzado ese nivel, podremos decir con Dante: «Y entonces salimos a volver a ver las estrellas». Genial y oportuno remate de la 'Divina comedia'.

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