Yo la llamaba Olanka, como los personajes de Chéjov, usando el diminutivo cariñoso porque se llamaba Olga. Era fanática de Putin y de la Unión Soviética dura, toda su familia lo era, y natural de lo que fue Stalingrado, apenas enmascarada desde los tiempos de ... Nikita Jruschev como Volgogrado. Una ciudad espantosa de nueva creación, contaminada, pobre y gris. Abominaba del revisionista Gorbachov y de todo aquello que había traído las impertinentes libertades, y lamentaba la falta de torturas y de algún buen genocidio, que estimaba como medidas higiénicas defensivas en la madrecita patria. Era encantadora, de un encanto perfectamente estudiado, tras acabar varias carreras de ciencias. Tenía un gigantesco computador de aquellos de tarjetas troqueladas en la mente y –me lo demostró– un corazón de oro, y al fondo de ese corazón por supuesto una caja registradora también de oro (los rusos, como los chinos, se pierden por los dorados).
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Mi novia venida del frío solía decir que nunca había pasado tanto como en España. Me contaba que se congeló en Almería. Supe poco de su pasado, salvo algunas fotos inequívocas como sacadas de un 'book' para hotel de ejecutivos. A pesar de mediar la cuarentena tenía una cualidad elástica en su desconcertante cuerpo, en unas habilidades aprendidas en Dios sabe qué eficicacísima escuela soviética. Pero siendo un pastelito a quien la adolescencia aún la contemplaba yendo ya para los cincuenta, yo, estando con ella, no podía dejar de pensar en los ojos de lobo del simpático de Vladimir, que me observaban, inmisericordes, en la penumbra. Jamás logré relajarme con Olanka. Ella intimidaba física y políticamente. Uno había tenido una experiencia previa teniendo un flirt con una espía de Fidel Castro que no escondía su gran tren de vida en la hambrona La Habana; pero estoy convencido de que Olanka no era nada de eso. Su devoción por Putin (y por Stalin) no era remunerada, como el de la buena de Ángela Merkel o el de su compatriota Schröder por el amigo Vladimir, sino mucho peor, desinteresado. En definitiva, era una de esas agradabilísimas comunistas, nunca progres, que me recitaba los cánticos como 'pionera' en su lejano cole de la URSS. Hubiese sido una perfecta interrogadora del KGB, interpretando un papel en el que creía. Cuando volvía a Stalingrado me traía panceta con punzante ajo cocinada por su madre y su hermano era una mala bestia, una especie de tanque que trabajaba en la industria pesada en los sitios inhóspitos de los confines de Rusia y que le daba al vodka 'Putinka', inventado en honor del presidente.
No podía salir bien. Yo no tenía posibles de ninguna clase y, aunque ella sentía la dulce y legendaria devoción rusa, al final se impuso la caja registradora de veinticuatro kilates que había tras su corazón de oro. Lo último que me dijo, ya convertida en un ser ajeno al que no reconocía (no ocurre con las soviéticas, sino con la mujer cuando toma una decisión) era que «no le había merecido la pena ni en lo sentimental, ni en lo sexual, ni en lo económico ni en lo político». Desde entonces espero un ataque preventivo sin prisioneros.
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