El ruido del mundo es ensordecedor, al menos el del planeta Tierra. No sé si antes de la aparición del ser humano sobre la faz de la tierra el ruido era tan estruendoso. Quizás las lluvias, los vientos, los huracanes, los volcanes provocaban un ruido ... igual de ensordecedor en un lugar inhóspito. Tampoco sé si en la Edad Media, por ejemplo, en los burgos y villas, en las crecientes ciudades, con los ruidos de talleres, de vecindad a gritos, de campanas de iglesias, todo era como ahora: enloquecedor.
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Lo que sé es que hoy sí lo es. El ser humano ha ido superándose a sí mismo. Las ciudades, otrora también espacio de reflexión, de parlamento a media voz, son ahora lugares intolerables, chirriantes. Es cierto que a las diversas industrias humanas, sean fábricas, automóviles u otros artefactos, hay que unir la acción del propio hombre, es decir, su vocerío. Y en ese sentido hay que reconocer que los españoles, incluyendo a catalanes y a vascos, son los campeones mundiales del griterío. Aquí no se habla, se grita, se dicen las cosas a chillidos, aunque sea para transmitir tonterías. Y tonterías se dicen muchas.
Antonio Di Benedetto, el autor argentino de la inolvidable novela 'Zama', escribió también el relato 'El silenciero', en el que el protagonista no soporta el sonido de la radio del vecino ni las voces de los niños de la vecindad ni el altavoz del negocio de la calle... Los sonidos se le clavaban dentro de manera física y metafísica.
Como he perdido oído, el impacto del mundo me llega algo suavizado. Imagino lo que debe ser con la capacidad auditiva intacta. Igual me estoy volviendo neurótico como Juan Ramón Jiménez. El célebre poeta cerraba ventanas de su casa, apagaba luces y no soportaba ni el ruido del vuelo de una mosca. Y es que llega un momento en el que el alma solo soporta los susurros amorosos.
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Podría pensarse que en una época virtual como la que vivimos la comunicación es más íntima y silenciosa, se lee, más que se escucha, y en cualquier caso, leer o escuchar es voluntario. Pero no, ese otro ruido virtual penetra hondo desde todos los lugares. Ahora es el ruido del espíritu, un ruido casi metafísico, como el que no soportaba el protagonista de la novela de Di Benedetto.
Lo he dicho aquí otras veces: Walter Benjamin hablaba de una posible primera lengua primordial, inaugural, que sería muy onomatopéyica y muy apegada a la naturaleza, a la caricia del viento entre las hojas de los árboles, al susurro de la llovizna. Una lengua eminentemente poética. Pero el ser humano, añado yo, debió de aprender mal esa lengua y, con el tiempo, la fue transmitiendo de forma torcida a las generaciones sucesivas. Y hasta aquí hemos llegado: una historia contada a gritos. Insoportable.
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