Va siendo una constante repetida que, con cada efeméride que se conmemora, surjan episodios de furia iconoclasta, cebándose en la destrucción de estatuas de personajes, ilustres por una u otra razón. Esta tendencia en auge, si bien habitual en imágenes informativas sobre la caída de ... regímenes políticos dictatoriales –siendo el primer paso derribar sus estatuas–, reverdeció como denuncia de reprobables incidentes por discriminación racial. Sin embargo, la tendencia se ha generalizado por unos u otros motivos, de modo que su onda expansiva repercute, en ocasiones de manera indiscriminada, sobre una variedad de personalidades encaramadas en su pedestal. Al parecer ninguna se libra de esta mentalidad revisionista, enfocada de modo confuso con, en no pocos casos, palmario desconocimiento de la Historia.

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Es loable el rechazo de símbolos que enaltezcan procederes innobles, indignos e ignominiosos. Si bien reinterpretar la historia y juzgar hechos del pasado aplicando criterios morales de ahora, corre el riesgo de desvirtuar aquello que se pretende condenar. Sería una versión libre –ya que hablamos de estatuas– del conocido refrán 'tomar el santo por la peana', indicando que a veces buenas intenciones yerran sus fines por emplear medios erróneos. No siendo jamás la violencia el camino adecuado, puede apuntar hacia objetivos incorrectos o desacertados, cobrándose víctimas improcedentes. Y también insospechadas, al arremeter contra figuras de próceres ensalzados en su momento por la sociedad, en atención a sus reconocidos méritos.

Son literatos, científicos, poetas, navegantes, médicos, escultores, músicos... que simplemente estaban allí, en sus pedestales, sin relación con los motivos de la protesta, que es una clara manifestación de ignorancia. Véase si no el caso concreto de los ataques a Miguel de Cervantes. Ya puestos a señalar penalidades, habrá que recordar sus años de esclavitud, prisionero en lóbregas mazmorras berberiscas –donde intentaba arriesgadas fugas que siempre fracasaban– hasta su liberación, merced al pago de un sustancioso rescate. ¡Ahí es nada la mentalidad esclavista del ilustre literato!

Las diversas civilizaciones que en cada época histórica han sustituido a las precedentes han tratado de eliminar los vestigios de aquellas para imponer sus propios símbolos diferenciales, en una constante que no se limita a las imágenes. Borrar los emblemas representativos está íntimamente arraigado en los nuevos detentadores del poder, para implantar sus ideas como muestra de dominio. Sucedió, entre innumerables ejemplos, con la destrucción de efigies de los jeroglíficos egipcios por los musulmanes; la devastación de la biblioteca de Alejandría; la hecatombe de los monumentos de la Roma imperial, tras las invasiones bárbaras. O con los iconoclastas bizantinos, arrasando imágenes para gozar de una comunicación espiritual pura con la divinidad, sin interferencias. Han persistido en tiempos recientes, con la voladura de los monumentales Budas de Bamiyán. O el bombardeo de la biblioteca de Sarajevo.

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Son pinceladas variopintas que sacan de contexto histórico ese concepto, tan caro a los semiólogos, de confundir los significantes con los significados. En cualquier caso, expresan en muchas ocasiones un fanatismo que es fruto de la ignorancia del pasado. Una grave carencia, más reprobable aún en la actualidad, ya que las nuevas tecnologías de la comunicación facilitan que el conocimiento esté al alcance de cualquiera. Siendo a cada instante y en cualquier lugar, alguna huella perdurable debería imprimir en las mentes. Pero ni por esas.

Entra en consideración en esta deriva la exigencia de limpieza moral, en una constante dirigida hacia creadores excelsos, forjadores de obras de arte, en acusado contraste con lo rechazable de sus posturas sociales y políticas. Hay ejemplos singulares, abundantes en todo el espectro del pensamiento y el arte. Pintores, poetas, filósofos, músicos excelsos al servicio de poderosos inicuos o profesando ideas deplorables. Como Céline, autor del sensacional 'Viaje al fin de la noche', con su antisemitismo exacerbado. El mismo Ezra Pound. O Anthony Blunt, eminente crítico artístico que espiaba a favor del régimen soviético. O la implacable caza de brujas del senador McCarthy a notables cineastas. Por la relevancia pública de muchos de estos personajes, resulta patente el contraste entre sus actitudes públicas y su magisterio artístico, capaz de alumbrar obras maestras de valor universal. ¿Es lícito rechazar sus creaciones en un afán de plana normalización? La disyuntiva me parece complicada.

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Estas consideraciones son también aplicables a un contexto como la medicina. Tradicionalmente, el nombre de las enfermedades homenajeaba a quien primero describió un conjunto de signos y síntomas, englobándolos en un todo unitario. Sonadas polémicas recientes han censurado algunos de estos nombres, asociados por sus descriptores al nazismo. Se impone cordura y prudencia para juzgar posturas con el debido conocimiento, que evite –en un afán revisionista tergiversado– mancillar a reconocidos benefactores de la Humanidad. Como eficaz pócima, la educación y la cultura son esenciales para alumbrar la sensatez imprescindible en una civilizada convivencia.

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