Quién le iba a decir a Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, nacido el 18 de enero de 1689 ... en el castillo francés de La Brede, protagonista de la Ilustración, autor de libros tan famosos como 'Cartas persas' y 'Del espíritu de las leyes', padre de la Constitución inglesa, inspirador de la independencia de América latina, perseguido por jesuitas y jansenistas y criticado por absolutistas y despóticos tiranos, que moriría dos veces.

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Montesquieu falleció el 10 de febrero de 1755 en París, donde fue enterrado en la capilla de la iglesia de Saint Sulpice, pero sus brillantes ideas políticas, sobre todo el dogma de la separación de poderes, sobrevivieron, inspirando a casi todas las democracias occidentales. Doscientos treinta años después, en nuestra querida España, Montesquieu murió de nuevo. Año del Señor de 1985, el Partido Socialista aprovecha su aplastante mayoría en el Congreso para aprobar la Ley de Reforma Judicial. El Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces, ha sido reiteradamente acusado de corporativismo, y los socialistas, «siempre fieles a la voluntad popular», premisa con la que tratan de justificar su peligrosa deriva hacia la oclocracia, deciden que sea el Parlamento quien elija a los vocales del Consejo, una fórmula que, inevitablemente, politiza dicho órgano. «Montesquieu ha muerto», proclama entonces el todopoderoso y lenguaraz vicepresidente del Gobierno y alma mater del partido socialista, Alfonso Guerra. El 'pacto por la Justicia', acometido después por los populares a través de una fórmula de elección mixta, en absoluto garantizó la independencia del poder judicial.

La separación de poderes es un principio político según el cual los poderes legislativo, ejecutivo y judicial del Estado son ejercidos por órganos de gobierno distintos, autónomos e independientes entre sí. Montesquieu argumentaba que todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo, por lo que hace falta que otro poder detenga al poder. Así, en las democracias representativas se confía la vigilancia de los tres poderes entre ellos mismos al controlar cada uno el poder de otro.

El predominio constante del poder ejecutivo y su intromisión en los demás poderes conduce, sin remisión, a la tiranía. Con la politización de la Justicia perdemos todos, como bien decía Montesquieu: «Todo estaría perdido cuando el mismo hombre, o el mismo cuerpo, ejerza esos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre los particulares». Nuestra Constitución no contempla la separación de poderes, lo impide el sistema proporcional de listas cerradas y bloqueadas: se ratifican listas de partidos, no se votan candidatos independientes y no hay elecciones separadas a la presidencia del Gobierno. El votante no tiene mandato imperativo sobre el diputado y son los jefes del partido los que ordenan a los diputados lo que deben votar e, incluso, son multados por desobedecer esa inconstitucional norma. Hay separación de funciones pero no de poderes: el legislativo elige al ejecutivo y entre ambos condicionan al judicial. ¿Cómo no nos sorprende que se hable con normalidad de que las decisiones del CGPJ o del Supremo o del Constitucional estarán en función de la proporción entre jueces conservadores o progresistas propuestos por PSOE o PP? ¿Hemos de permanecer impasibles ante el rifirrafe de ambos partidos a la hora de los nombramientos de jueces para esas importantes instancias? ¿Tenemos que dar por seguro que, según su procedencia, los jueces votarán o fallarán a favor de los intereses de uno u otro partido? Pero, ¿qué escándalo es este? Recordemos que nuestra Carta Magna señala que «la justicia emana del pueblo, se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al poder de la ley». Me consta que, salvo contadas excepciones, las sentencias y autos que cada día salen de los juzgados ordinarios reflejan la más absoluta independencia del juez, pero nos queda la sospecha de que su órgano de gobierno, y las dos más altas instancias del poder judicial, Tribunal Supremo y Constitucional, están contaminados por los poderes ejecutivo y legislativo. Los jueces, con independencia de sus ideas, solo pueden estar sometidos al imperio de la ley, nada de conservadores ni progresistas; los jueces, en el ejercicio de su importante misión, solo pueden ser justos. Quizás sea hora ya de resucitar a Montesquieu.

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