Han pasado apenas diez días desde que Sus Majestades dejaron regalos en las ventanas de todos nosotros, grandes y pequeños, rubios o morenos, gordos o flacos, y tal parece que fuera hace un siglo. Las tardes, cortas entonces, parece como si empezaran a alargarse por ... arte de magia. Y apenas han pasado diez días. La realidad nos sumerge en una espiral de la que no nos rescatan ni las añoranzas más queridas que surgen de aquellos momentos. Esa jornada de ilusión se ha trocado en tacaña realidad: que si la nueva ola ha llegado a casa, o a casas de deudos y vecinos; que si aquel famoso tenista resulta ser el tipo más estúpido que parió madre; que si la carne que nos comemos es peor de lo que creíamos; que si han vuelto a morir cuatro romanos y cinco cartagineses... Lo de siempre, dirán ustedes. Lo de siempre.

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Por aquellos lejanos días festivos, que pasaron como si tal cosa sin gozar de un gigantesco árbol de Navidad, con iluminaciones callejeras del mediano gusto estético de siempre, sin abrigos ni bufandas por ese bendito clima que ha dado Dios a este rincón peninsular, sin partidos televisados, con un eterno José Mota al que se le empiezan a ver más arrugas de las que quisiéramos, con las terrazas llenas de marineras y mascarillas, aquellos días los abuelos no podemos por menos que recordar lo que experimentábamos nosotros cuando éramos uno de esos chiquillos que esperan un juguete. Justo entonces leía a Luis Landero: «Cualquiera que aspire a alcanzar lo mejor de sí mismo, o buen gustador de la vida, es el que prolonga de algún modo la infancia, y de algún modo su inocencia». Prolongar la infancia y la inocencia. La literatura verbaliza mejor que nadie lo que te ronda por la cabeza, justo en esos momentos. Yo pensaba, al socaire de aquellos días azules, aquel sol de la infancia, parafraseando a Machado, que el descubrimiento de quiénes son los verdaderos Reyes Magos es lo que divide de forma rotunda la niñez verdadera de la niñez estereotipada. Las cosas ya no vuelven a ser como cuando creías en pajes y camellos, en reyes y Orientes.

Como dice la pequeña Zazie al salir del metro en la película de Louis Malle: hemos envejecido. De golpe. La frontera entre una infancia pura y la que te lleva a la pubertad se produce cuando un mal hado compañero de colegio te advierte de la dura realidad. Landero insta a que nunca dejemos de ser aquel crío que se sorprende ante todo lo que la vida te va a deparar. El escritor extremeño no llega a fijar esa anagnórisis, ese reconocimiento que supone saber que los Reyes no existen (¡ay!), sino que son los padres, los tíos, las titas, los abuelos... quienes asumen ese rol durante una noche. Vemos cómo la lógica aplastante (¿cómo van a repartirse millones de juguetes en una misma noche en todo el mundo?) pasa a ser sórdida realidad de cuanto nos rodea.

Así las cosas, diez días después de aquella mítica jornada de paquetes desempaquetados, gritos de alegría de los afortunados niños, papeles troceados a toda prisa, comprobantes guardados por posibles devoluciones, sabrosas porciones de roscón para aderezar el feliz momento, diez días después, digo, la noticia de que un corazón de cerdo ha servido para seguir dándole vida a un cuerpo humano, nos remite a una realidad mundana, profunda, esperanzadora, con su punto de sordidez. Así de curioso es el mundo. Menudo regalo de Reyes ha tenido esa persona aderezada con una víscera animal, y menuda inteligencia la de los facultativos que han hecho posible ese milagro.

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De tal manera se mueven las manecillas del reloj. Pasamos de la ilusión más inverosímil, a la fría realidad invernal. De la anhelada Play-Station a la habitación de hospital en donde un cerdo, perdón, un señor con corazón de cerdo se recupera de una intervención tan inverosímil como creer que unos Reyes Magos van a repartir regalos por todo el mundo a la vez. Me viene a la memoria una obra de teatro que vi hace poco, 'Paraíso', de Inmaculada Alvear, en la que a un ejecutivo le realizan un cambio de corazón. Repuesto de la operación, se afana por conocer la identidad del oferente. Y se entera de que fue una prostituta dominicana emigrada. La personalidad del trasplantado poco a poco se va transmutando, como Jekill y Hyde, hasta que la naturaleza de la donante se impone a la del receptor. Qué cosas.

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