La diferencia entre nuestro olvidado Todos los Santos y nuestro reciente Halloween es que el primero es para encontrarse con los muertos y el segundo para espantarlos. No puede haber acuerdo. Los mexicanos, que lo conservan, hablan teniendo los dos pies en la muerte porque ... la vida es la anomalía; porque allí vale poco la vida como valió nada entre los antiguos españoles, que no temían perderla, aunque sí no aprovecharla intensamente. Brindemos, pues. Halloween, celebración cobardica tal como se entiende hoy, viene por el contrario de tenerle pánico a la muerte, de asustarla, que no llegue nunca, y lo nuestro era lo contrario, impavidez. Era.

Publicidad

Siempre me decía el hermano de un ex vicepresidente regional, un caballero de los bares superdotado mentalmente, que para él «todas las noches son Nochevieja». Para mí todos los días son Todos los Santos y posterior Difuntos, a la vez. Honro a todos mis difuntos a diario incluso antes de que lo sean. Todos llevamos dentro un proyecto de desaparecido. Los difuntos no necesitan que se rece por ellos, necesitan de nuestra memoria. La mejor oración que traspasa el negror del Universo entero, de parte a parte, es acordarse de sus figuras, suspendidas en el tiempo, seguir notando una punzada en el corazón. Solo desaparecen de la Tierra cuando la última punzada desaparece del corazón de la persona postrera que llegó a conocerlos. No temamos hacerles el bien, porque un día seremos ánima también, incluso el genio imbécil de Bill Gates, que cree no va a morir nunca y le van a echar las perras al ataúd. Las casonas españolas eran altares más pensados para los idos que para los presentes, signo de inmenso respeto. Las velas de cera pura de abeja, que nunca se acaban, tenían un significado trascendente: por oscura que fuera la noche y la casa («la vida es una mala noche en una mala posada», escribió Lope de Vega) allí seguían las almas lucientes, pequeña llama, esperanza. Dios no permite el apagón absoluto. He puesto batatas al horno (no me fue posible encontrar boniatos), que extienden ese olor y aspecto infinitamente terroso como si hubiese cocinado antiguas y panzudas diosas de barro. He encendido 'mariposas' flotando en aceite de oliva, a una por cada una de mis almas cercanas, sobre un plato que forzosamente cada vez es más grande, ya de tamaño cocina creativa. Estoy ofrendando a esos desaparecidos de una casa que nos siguen a todas las casas donde vivamos (como también, en el otro extremo, nos siguen a otras casas las infestaciones malévolas), un rito romano. He recordado esos restos de altarcillo doméstico, pintado al fresco con modestia, de los primeros cristianos que existen bajo la vanidosa y gigantesca tarta de nata del monumento Vittorio Emanuele, en Roma, ante los que siempre me detengo, con vaga sensación de melancolía.

Que la desaparición os sea dulce y terrosa como la batata, mis numerosos difuntos (siento no haber encontrado boniato). Punzada a punzada, recuerdo a recuerdo, mi corazón se va transparentando, sabiendo que acabaré también encendido sobre un plato de aceite.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€

Publicidad