El 5 de abril de 1994 encontraron el cuerpo de Kurt Cobain. Se había pegado un tiro. Recuerdo el impacto devastador que causó la muerte ... del cantante de Nirvana entren los jóvenes de aquella generación que alguien llamó X. A mí desde luego me dejó helado. Yo no era fanático del grupo, me gustaban más otros, como Pearl Jam, a quienes todavía sigo, obviamente, y siempre me mantuve aferrado a los ochenteros de toda la vida que había heredado del pasado remoto de la infancia lactante, The Smiths.
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En el último disco que sacaron los Smiths, en 1987 ('Strangeways, Here We Come') había una larga canción que a mí siempre me pareció líricamente mordaz, dura y, sobre todo, un canto de hartazgo y asco contra la industria musical. Me refiero a 'Paint a vulgar picture'. Morrissey hace una canción larga a base de frases cortas en las que va dando martillazos contra el sistema de explotación del talento que constituyen los 'media', que no dudan en exprimir a las personas más jóvenes hasta la muerte. El desprecio de Morrissey hacia la industria musical siempre me pareció otro, diferente, más profundo e intelectualmente trabado que el típico desprecio juvenil, pulsional, punkarra. Hoy mismo, nada me parece más imbécil y falso que esos cantantes que nos cuentan su vida ante la cámara, arremetiendo contra la industria musical, sin salirse precisamente ni un milímetro del guion que le ha impuesto la industria musical que paga su promoción de malotes. Es decir, son carne de cañón, están justo donde pueden ser mejor explotados. Como explica el periodista musical británico Ian Winwood en 'Bodies. Vida y muerte en la música', en el entorno de un músico, desde el inicio de su carrera, le es mucho más fácil encontrar alcohol (que alguien ha puesto ahí) que fruta. Y además, asegura, siempre habrá alguien pululando alrededor que le ofrecerá traer en menos de quince minutos sustancias ilegales, pero será complicado que le lleven una tostada y un café.
Pero la historia se repite. Algo sucede en esta industria para que la historia se repita tanto. Hace unos días nos enteramos de la muerte de Liam Payne. Y sí, me encanta su música. Soy consciente de que, en efecto, One Direction fueron un producto artificial hecho por la industria. Pero un producto virtuoso, pues cada uno de sus componentes, en solitario, ha demostrado un talento enorme. Salieron de 'X Factor', como todo el mundo sabe, pero en aquella ocasión los astros se aliaron para unir a cinco chicos guapos que eran mucho más que cinco niñatos guaperas haciendo el moñas un par de años para forrarse. Yo les desprecié como una 'boyband' más. Pero no. Esos tipos son grandes músicos y merecen el éxito. España, desgraciadamente, está a otras cosas. Para mí, lo reconozco, es una pena que la música británica haya perdido influencia en este país, para dejarse llevar por una corriente musical que, sin más, me parece el subgénero propio en donde siempre quiso ubicarnos la industria. Porque la industria no sólo juega con las vidas, también influye en la autocomprensión cultural de los países. Tal vez por ello a nadie le resulte una proclamación asquerosa de racismo que haya premios como los Grammy que distinguen la música por 'razas', no por géneros. El Grammy sin raza es para los anglosajones blancos. Y como para la mentalidad del yanqui España está en México, pues eso, 'grammylatinizados'. Pero esto no importa nada ahora. Es descorazonador tener que asistir una vez más al sacrificio de un alma bella. Imagino ahora mismo a los ejecutivos buscando material póstumo con el que seguir explotando el sacrificio de la última víctima. Descanse en paz, Liam Payne: «I still can't see the light at the end of the tunnel», cantabas.
El suicidio no es nunca el fracaso de un hombre, es un fracaso de la humanidad.
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