Me encanta cómo existe Badajoz, cual Murcia. Hacía tiempo que no iba. Décadas quizás... No lo recuerdo. El caso es que no tenía una idea ... muy clara de la ciudad, pues, ya digo, no iba desde hace mucho.
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Y es que es difícil ir a Badajoz: o bien uno lo atraviesa con destino a Portugal o bien uno recala en Mérida para preguntarse qué le debemos a los romanos. Y entonces las ruinas te miran con lastimilla y se te muestran coquetas y robustas con mayor esplendor que el Guggenheim en día de inauguración. La cosa es que uno en Mérida se engatusa con las cariátides y se vuelve a casa pleno, pigmalionizado. Pero a Badajoz, pues eso, que como le debe menos a los romanos, pues no vas. Y tanto mejor para Badajoz.
Como es sabido, el turismo mata los lugares hasta convertirlos en decorados por los que pasean grupos de procesionarias que lo devoran todo a su paso. El turismo termina reduciendo los barrios más hermosos a mortajas arquitectónicas. Lo primero que se hace para atraer a esta especie es adecentar los núcleos históricos, es decir, quitarles toda la pátina de la historia, toda su esencia vital. De este modo, queda una arquitectura falsaria, aséptica y muy hermosa, del gusto del visitante. A esto se la ha llamado recuperación del casco histórico, por ejemplo. Con el tiempo, se ha visto que la recuperación se ha transformado en enajenación. Lo que presuntamente se recuperó para los ciudadanos terminó enajenado para el turismo y las empresas que venden y viven de aquello que nos les pertenece: la historia y el patrimonio de los pueblos. No es turismofobia, ojo. El primer turista soy yo. Es describir adonde nos ha llevado un modelo. Pero vamos, que no es lo que me interesa en este artículo.
Pues bien, esto a Badajoz no le pasa. Badajoz existe de verdad. No tiene que fingir para que vayan a visitarla. Es rica, no obstante su centro es humildísimo, precioso, con su punto ruinoso, humilde y orgulloso a un tiempo. El turismo no asoma apenas. Tiene un potencial enorme en este sentido. Y me temo que antes o después será explotado y este artículo será melancolía.
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El discreto lector ya habrá adivinado por qué fui a Badajoz. Fui a una cuestión de trabajo, de ese tipo de trabajo en los que uno tiene que ver a un amigo, visitar una expo, conocer gente, cenar de puta madre... Un sacrificio, vamos. En Zafra me recogió Emilio Gañán, pintor, melómano, digo rockómano. Su Audi funciona con gasolina; él, con los Sonics. Se entiende el maridaje. Ya en Badajoz la luz hablaba un poco de portugués, pero sin saudade, líbrenos el Señor de penas. En la galería de Ángeles Baños vi colgadas por la pared y en el suelo esculturas con forma de percheros mutilados, cuyos brazos señalaban los puntos cardinales. Creemos que sabemos la dirección que llevamos. Pero no sabemos ni de dónde venimos, como para saber adónde vamos. No me perdono haber olvidado el nombre del escultor. En la galería, también, se asoma un lienzo de Gañán con un punto rojo imprevisto. Habita en la noche de los cuadros almacenados. Hermosa pieza adormilada. Después al Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo. Joya rara, increíble. Y por último, el lugar que más me gustó: el Espacio Cultural Santa Catalina, que es una especie de Sala Verónicas murciana, pero sin las paredes enlucidas. No había ninguna exposición. Se estaba montando. Las obras, pacientes, se apoyaban sobre la pared. Julián Mesa me cuenta su proyecto. Nos conocemos de toda la vida. Él no lo sabe. Yo sí. Bajo su gorra, rota, sus ojos se proyectan sobre las paredes con la emoción de un niño que va a montar un castillo en el aire de la infancia. Es hombre bueno. Mi detector no falla.
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