Mejor dicho: quiero que me vacunen. Yo me haría un destrozo. Que un o una profesional me haga subir el brazo y me pinche como Dios manda, con el fin de impedir que el bicho ataque. Y que, a las dos semanas, hala, otra vez ... brazo al aire y nuevo pinchazo. Es así. A comienzo de año nos dijeron que enseguida empezaría la cosa de la vacunación, que iría por criterios lógicos: los ancianos en residencias en primer lugar (principales afectados por el virus); a los que seguirían los profesionales de la sanidad, expuestos como están al contagio; después, polis, guardias, bomberos y, por orden cronológico, de más a menos viejunos, hasta llegar al resto de los mortales. Esto es lo que nos dijeron hace dos meses. Pues yo sigo esperando. Y estoy en edad de merecer..., la vacuna, claro.

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Hace varias semanas, cuatro o cinco, estuve en un tribunal de tesis doctoral por Zoom, conocido y moderno procedimiento (lo explico por si hay aún alguien que no lo sepa) por el cual se conectan una serie de personas a través del ordenador o móvil desde distintos lugares, para hablar y verse todas aquellas por pantalla múltiple. Gracias a eso no se ha detenido la maquinaria de muchas actividades, entre ellas, la docente, lo que hubiera supuesto un parón imposible de cuantificar. Pues bien, a lo que iba. Uno de mis colegas, que estaba en su casa de Puerto Rico, aprovechó para decirnos que ya había recibido la primera dosis de la vacuna. Rabia me dio, no por él, sino por pura envidia: uno de mi quinta estaba ya, en enero, metido de lleno en el proceso de prevención del coronavirus. Cuando lo he comentado con varios colegas de aquí, nuestra rabia y envidia ha alcanzado a todos.

Esta misma semana, otra profesora californiana, amiga de congresos y saraos académicos, me preguntaba por WhatsApp que cómo estábamos, que si seguíamos bien, que lleváramos cuidado, que el bestia del Trump había acabado con medio millón de sus compatriotas, que con Biden la cosa ha cambiado: ella había recibido ya la segunda dosis de la vacuna. Alegría por un lado, por dicha amiga; tristeza por otro, por la lentitud con que el tema va en nuestro país.

Claro que no todos somos tropa, y que hay quien, bajo su influencia social o política, ya está vacunado. Y buena dentera que me da, lo confieso. No removeré el cieno del pasado reciente, en el que algunos políticos rompieron el orden establecido, pero sí citaré un caso que recordar no querría. Parto de la idea de que, entre esos políticos inyectados, los que son médicos y de alguna manera están cerca del frente de batalla, no me parece del todo mal que se hayan saltado la cola. Sí les pongo un reparo: deberían haberlo dicho antes de vacunarse. Miren ustedes: por esto y por lo otro creo que debo ponérmela. Se discute, se oyen opiniones, y se resuelve lo que se crea conveniente. Hacerlo de tapadillo suena raro. Feo. Parece resucitar la ancestral picaresca con que nos define el mundo, aunque estoy seguro de que en otros países habrán cocido habas como las españolas.

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Pero para pillería, la de nuestro prelado. Y no solo la suya, sino la de su corte celestial que, amparada bajo las faldas de su sotana, tuvieron la vacuna antes que yo, septuagenario donde los haya, es decir, con derecho a pinchazo tempranero. Que se inmunice al obispo por ser obispo antes que a mí, no tiene sentido. El hecho de la vacunación, y peor aún las justificaciones posteriores, son de cargurcia, como decía el profesor De Hoyos. La pena es que no tenga yo pluma dramática, o mejor, cómica, para haber escrito un esperpento que sería éxito rotundo en todos los escenarios del mundo. La idea la ofrezco a quien la merezca.

Todo esto lo digo porque no oculto mi deseo de vacunarme, que es como decir, de querer volver a la normalidad, o a algo que se parezca a la normalidad. Creo que me lo merezco. Tanto como el señor obispo, que habrá salvado muchas almas, pero menda también ha salvado mentes o, al menos, eso ha intentado desde las aulas y, por qué no, desde los escenarios. Y, como yo, cientos, miles de docentes, de docentes jubilados, que seguimos esperando que nos llamen para inmunizarnos, a sabiendas de que, como decía Tirso en 'El Burlador de Sevilla', el que espera desespera.

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