Poco a poco, quienes diseñan las estrategias globales del Sistema han ido recortando parcelas de actividad común, apoyándose unas veces en nuestra complicidad, otras en ... nuestra ignorancia. Sutilmente, han ido reduciendo la actividad social y arrinconándonos como prisioneros en el hogar (quienes lo tengan) con una mezcla de ofertas, en principio candorosas e inocentes, que supuestamente nos mejoran la vida. Empezaron las administraciones redirigiendo a los bancos todas las operaciones inherentes a la vida diaria: pagar impuestos, inscribirse en un club, en un instituto o universidad, en el Hogar del Pensionista o en el Imserso... Item más, cobrar la paga del retiro, comprar una bicicleta, pasar la manutención tras el divorcio, pagar las facturas del gas, el agua, la electricidad y la tasa de basuras al ayuntamiento, de manera que cualquier operación dineraria deba hacerse forzosamente en una oficina bancaria.

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Pero digo más, no en una oficina atendida por personas sino en una máquina-cajero a la puerta del banco, expuestos los usuarios al frío, la nieve, el calor o los atracadores. Los cajeros, máquinas estúpidas y romas que excluyen de su manejo a los motejados despectivamente de 'analfabetos digitales', una inmensa mayoría de la población, especialmente los habitantes de pequeños pueblos de la 'España vacía'. Es decir, nos tienen cogidos por semejante parte o por el moño. Y me refiero siempre a la gente corriente. Las grandes fortunas pasan sin hacer cola por entidades financieras opacas, por oficinas situadas en alegres y glamurosos lugares del fraude denominados 'paraísos fiscales', porque ya sabemos que la riqueza se inventa sus propios códigos en el relato social.

Posteriormente, fueron convenciéndonos de las bondades de poseer un móvil, de casi infinitas prestaciones: consultar diccionarios, contactar 'ipso facto' con familiares y amigos, ingresar en la feliz grey de millones de seguidores de Cristiano Ronaldo y Georgina, hacer fotos, ver películas, protagonizar cortos, pertenecer a grupos de Instagram, Twitter, Facebook, leer periódicos, usarlo como reloj, linterna, mapa, calendario, brújula, máquina de escribir, recibir información meteorológica... Todo concentrado en un 'ladrillico de tecnología' que cabe en la palma de la mano. ¿Se puede pedir más, en orden a ser los felices poseedores de un ingenio electrónico de tantas y tan variadas prestaciones? Con este avance tecnológico se logra que no acudamos al quiosco, las librerías, las relojerías, las bibliotecas, y que no haga falta hablar cara a cara, de tú a tú, porque ya disponemos de una pantalla para vernos.

Además, el invento de las plataformas digitales ha supuesto una puñalada trapera en el corazón de la industria del cine, pues producen y distribuyen tan buenas o mejores películas y series que el de pantalla grande. Por un módico precio podemos pasar en casa horas y horas sin necesidad de que los niños bajen a la plaza o al parque a jugar al balón o a las muñecas ni que padres y abuelos acudan a una sala de cine. Desde ellas se nos indica lo que debemos comer, los productos que hay que comprar y los partidos a los que debemos votar para que todo siga como está.

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Han conseguido recluirnos voluntariamente en el hogar, que nos aislemos, atentos solo a esa realidad virtual y falsa de las pantallas, convirtiéndonos en seres ferozmente individualistas que no hablan con sus semejantes porque estamos encastillados en ese mundo feliz bautizado por cierta publicidad como 'la república independiente de nuestra casa'. La pandemia y los miedos ancestrales que acarrea han venido como anillo al dedo a este Sistema que se inventa la falacia del teletrabajo y la enseñanza telemática para encerrarnos más, transformando el hogar en un híbrido infecto de domicilio, oficina y aula (lugares dignos por separado). Situaciones que aceptamos por la situación sanitaria y que, una vez remitida, deberían ser abandonadas. Pero el Sistema quiere mantenerlas aunque no mejoren nuestra vida, porque nos convierten en seres individualistas, domesticados, hedonistas, consumidores compulsivos y cada vez con menos capacidad de crítica y rebeldía contra tales imposiciones.

Y es que en las calles y plazas, en los paseos, a la puerta de los cines, en las aulas y oficinas, lugares alejados de las pantallas, espacios donde bulle la realidad y el nervio de la vida, la gente puede hablar, relacionarse, promover acciones de protesta, manifestarse a favor de algo, derribar gobiernos, corear contra las injusticias, afiliarse a un sindicato, avizorar, unidos con otras personas igualmente llenas de inquietudes, un futuro mejor en el que dejemos de agredir el planeta que habitamos y en el que las máquinas y el dinero estén a nuestro servicio y no al revés.

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Me limito a exponer unas pocas razones negativas de esta situación. Las positivas ya se encarga el Sistema de pregonarlas e imponerlas a martillazos de mensajes trucados, algoritmos y propaganda.

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