No sé si ya es posible el diálogo político –ni siquiera civil– efectivo en materia de agua en este país, pero, caso de serlo, hemos de promoverlo, incluso provocarlo. No me refiero al contenido hueco, localista, retórico y, en cierto modo, con la mente puesta ... en el incumplimiento, de las soflamas políticas en periodo electoral. Hago referencia a aquel, hoy en desuso, diálogo sosegado de ideas que precedía a los proyectos, que prefijaban la ejecución material de lo dialogado y proyectado. El diálogo productivo en definitiva. El regante, que nadie se engañe, ya no cree en cuentos de hadas. Somos conscientes de que cualquier política factible de ser realizada, a futuro, habrá de ser consensuada previamente por el mayor número de formaciones políticas o directamente dormirá, como hacían las notas del arpa de la afamada rima de Bécquer, en un ángulo oscuro del salón. De ese salón dedicado a los proyectos olvidados del ministerio de turno que esperan, como Lázaro, que una voz les diga «levántate y anda». Ese rincón oscuro donde han ido a parar varias de las más brillantes concepciones políticas nacionales en materia hidrológica, víctimas de unas mal entendidas alternancias en el poder que, de modo reiterado, dan la espalda a las razones de Estado, destrozando así lo que sus predecesores en el poder habían programado y andado con acierto.

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Observamos en el reciente foro organizado el 30 de octubre por el Sindicato Central de Regantes y el diario LA VERDAD, 'Agua y agricultura en el Levante, presente y futuro', lo alejadas que se hayan entre sí las tesis en materia de agua de las distintas concepciones políticas nacionales.

Si por algo se han caracterizado los regantes y las organizaciones de regadío del Levante en general es por, desde la unidad, ser consumidores flexibles, conciliadores en materia de aprovechamiento de agua. Hemos sabido acomodar en nuestro día a día como usuarios la culminación práctica, en nuestros campos, de las distintas concepciones políticas de gestión hídrica, demostrando de este modo que todo es posible y mejorable –si se hubiera confluido políticamente desde razonamientos de Estado–. En ese sentido somos consumidores de aguas trasvasadas pero también de aguas desaladas y reutilizadas. No entendemos pues estas divisiones políticas tan acentuadas. Desde la unidad, con nuestros compañeros regantes del resto del país, habremos de buscar soluciones que aúnen respaldo político suficiente si queremos verlas convertidas en realidad algún día. El regadío nacional tiene que favorecer, propiciar, acercamientos políticos, debate de ideas, consenso, de forma pausada pero firme. Es nuestra responsabilidad, como gestores de aguas públicas, tender puentes de comunicación que salven esos abismos. No en vano somos el primer eslabón en la cadena alimentaria agrícola. No es de recibo, ni es propio del ánimo humano, permitir que la mejor y más eficiente máquina de generar agricultura del viejo continente europeo, la española, quede al albur de lo que el cambio climático o las fuerzas desbocadas de la naturaleza quieran hacer con ella.

Hay que adelantarse a lo venidero, y no cabe inacción. Tenemos, como nadie en Europa, experiencia y tradición en infraestructuras de ingeniería hidráulica, así como en tecnología de aplicación eficiente de riego. Sabemos cómo regular los flujos de agua para conseguir el buen estado de sus masas y de sus hábitats asociados, asegurando la regularidad en el régimen de caudales circulantes en los ríos, al tiempo que logramos alimentar bien y mejor que bien, con seguridad, al país y a Europa, con la aplicación ínfima de recursos hídricos. Somos conocedores de que las presas, los trasvases, las desaladoras y las depuradoras sirven para estos cometidos, entre otros. Quizá hay que empezar a pensar en infraestructuras hidráulicas, embalses y trasferencias incluidos, como en un asunto también de urgencia nacional medioambiental ante los efectos del cambio climático. Y no valorar la efectividad de un embalse únicamente por la media de lo que ha sido embalsado en él durante los últimos años. Como si solo tuviese importancia la fría capacidad volumétrica de transporte o de almacenaje de agua. Esos exiguos en ocasiones recursos embalsados y trasvasados son los que han permitido mantener exigencias ecológicas en los tramos de algunos ríos, posibilitando la generación de energía y, al tiempo, evitado la catástrofe del desabastecimiento alimentario en un año tan seco como el actual. Demostrando de este modo que es, precisamente, en periodos de carestía cuando las infraestructuras de regulación demuestran su carácter esencial. Si asumimos que ya no habrá generación estable de recursos de agua, debido a la extrema irregularidad climatológica... ¿por qué no planificar infraestructuras hidráulicas, de modo estratégico, con miras a paliar los efectos de la alternancia de sucesos climáticos extremos –léase sequía/inundaciones–? Se han invertido en este país ingentes cantidades de dinero en obras de escasa practicidad para el interés común de la sociedad española en general, muchas de ellas abandonadas, como chatarra, antes y después de su conclusión. ¿Por qué entonces escatimar en un asunto tan vital como el de la gestión del agua y su vinculación directa con la vida y la economía, presente y futura, de las regiones?

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En materias tan importantes para el futuro de la nación hay que apostar y fuerte por el diálogo y romper tanto con fundamentalismos conceptuales como con los titubeos y la indefinición. No hay tiempo que perder. A la hora de buscar soluciones al cada vez más preocupante problema de la gestión del agua, la dirección única ofusca el entendimiento y no planificar y concluir esas soluciones, a medio y largo plazo, será una irresponsabilidad dramática que juzgarán y, desgraciadamente, sufrirán las generaciones venideras.

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