Promesas hay muchas. Pero pocas como aquella de Mandy Patinkin en 'La Princesa Prometida': «Mi nombre es Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate ... a morir». Me gusta porque es concreta, realizable, memorable y, por supuesto, deseable. Si has de hacer una promesa, me digo, hazla así. Imagino que algo parecido pasó por la cabeza del presidente del Gobierno cuando, hace unos meses, y ante la imparable subida de la tarifa eléctrica, decidió asegurar que «los españoles, cuando vean qué han pagado en 2021 del recibo de la luz, comprobarán que es lo mismo o semejante a la cifra que pagaron en 2018».

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Prometer es una mujer en el muelle de San Blas, es Nick Kamen en vaqueros. Es el último cigarrillo. Prometer es jugártela a la memoria de los otros. Es Joaquín Sabina 'envidando con un farol al futuro'. Es una carta abierta a los Reyes Magos, un cheque al portador. Fuegos artificiales y tierra prometida. Una amenaza invertida.

Prometer es un 'confía en mí'. Es esperanza envuelta en papel de regalo. Por eso, prometer reconforta, adormece. Es un susurro al oído. Un dardo tranquilizante. Y, a la vez, es un acto gratuito. No exige. No obliga. Aplaza los problemas presentes por algún tipo de esperanza futura. Una simulación en diferido.

No debe preocuparnos chocar contra la realidad más obtusa. Eso son solo detalles. Prometer es creer

Somos una sociedad de promesa fácil, de prometer a la mínima. Lo vemos constantemente en las redes sociales, que no son otra cosa que un gigantesco escaparate de promesas hechas a medida. Nos prometen salud, belleza y éxito en todas las variantes posibles, de un modo sencillo, casi evidente. Poco importa que todo sea un decorado que esconde a duras penas la realidad de nuestra existencia, que es más prosaica, más oscura y no tiene filtros. Un mundo de gente imperfecta, frustrada, inapetente, triste y sola. Un universo repleto de personas golpeadas por promesas rotas.

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Las promesas son la verdadera materia prima de la política. Lo único seguro. Políticos de toda procedencia, ideología o condición prometiendo cosas. Promesas recreativas: «Acabaremos con las puertas giratorias»; premonitorias: «Dimitiremos si somos imputados en delitos de malversación o prevaricación»; esquizofrénicas: «Limitaremos la jornada a 35 horas sin reducción salarial»; inmobiliarias: «Nunca dejaremos nuestro barrio»; millonarias: «Recuperamos 70.000 millones del fraude fiscal»; corrosivas: «Nunca pactaremos con Bildu»; optimistas: «Crearemos un Amazon público»; ascendentes: «Lograremos tres millones de empleos»; descendentes: «Bajaremos el paro al 12%»; de izquierdas: «No dejaremos a nadie atrás»; de derechas: «Bajaremos los impuestos»; y hasta suicidas: «Rrebajaremos los sueldos de los diputados y los senadores». La lista es interminable.

Prometer es una forma aparentemente inocua de populismo al que nos hemos acostumbrado tanto, que está a punto de resultarnos indiferente. Prometer es tan cotidiano que no hacerlo es justo lo que llamaría poderosamente la atención. Prometer bien se ha convertido, de hecho, en una poderosa habilidad política, mucho más importante que gestionar bien. Para prometer no debe preocuparnos chocar contra la realidad más obtusa. Eso son solo detalles. Prometer es creer.

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Prometer es algo tan manido que es ya un acto inocuo. No pasa factura. No tiene memoria. Ni hemeroteca. Las promesas son un brindis con los dedos cruzados. Ya nadie exige su cumplimiento y hasta resulta extraño que se cumplan. Quizás llegue un día en el que pidamos a nuestros políticos responsabilidades por hacernos soñar, por mentirnos por nuestro bien. Pero, mientras tanto, es más sencillo seguir la corriente y aplaudir ante cualquier ocurrencia.

La factura eléctrica creció un 21% respecto a 2018. Nadie es perfecto. En política, lo importante es la voluntad, y no tanto la realidad. No como en las películas. 'La Princesa Prometida' acaba bien, como acaban los cuentos que nos gustan. Íñigo Montoya encuentra al asesino de su padre y este, desesperado por salvar su vida, promete al huérfano que le entregará cualquier cosa que él desee. «Quiero que vuelva mi padre, maldito bellaco», le dice Íñigo mirándole a los ojos. Y, sin esperar su repuesta, le atraviesa con su espada, cumpliendo su promesa.

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