Procrastinar define todo aquello que hacemos para evitar hacer lo importante. Pensaba en ello cuando recordaba aquel titular: «La vida no puede ser trabajar toda ... la semana e ir el sábado al supermercado», pronunciada por alguien que sabe mucho de hombres o, más bien, de homínidos, el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga. El catedrático madrileño ofrecía este titular en una entrevista en la que trataba de explicar la sinrazón de todas aquellas existencias vividas en modo automático, esas vidas parapetadas en rutinas que se repiten una y otra vez sin ser cuestionadas. Vidas en modo procrastinar. «Eso no puede serr –aseguraba Arsuaga–, esa vida no es humana».

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Pero esta reflexión del investigador de Atapuerca choca con el modo de proceder de buena parte de nuestros contemporáneos, para quienes las comodidades propias del presente momento histórico han servido de excusa para plegarse a una vida superficial, anodina, casi anecdótica, caracterizada por ir aplazando las cosas importantes mientras hacen cualquier otra cosa. Aplazando eso de vivir.

De esta forma, mucha gente procura amarrarse a una existencia sin sobresaltos, previsible y, siempre que pueda, controlable, en la que se evitan las frustraciones eliminando las expectativas, una vida sin riesgos, sin rastro de una mínima aventura, carente de cicatrices, vacía de emociones pero, eso sí, repleta de glutamato. Una vida compuesta por una colección de cosas que no te han pasado.

El pasado nos ha traído hasta aquí, pero solo debe ser un lugar de referencia, ya nunca de paso

Hay un millón de modos de procrastinar, igual que hay un millón de excusas para justificarlo. Procrastinar es ocupar los minutos mirando de reojo la vida privada de los demás, asistir a un concierto sin salir de la pantalla del móvil, viajar solo para llenar el perfil de Instagram o enlazar, desde el sofá, un episodio tras otro de una serie de la que no recordaremos nada en apenas dos días.

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Procrastinar es también alojarse mucho tiempo en el pasado. La nostalgia es útil cuando ocupa su espacio y no contamina el presente. Nuestro cerebro, que es tramposo, nos devuelve recuerdos impecables del pasado que no lo fueron tanto. Por eso queremos volver continuamente a él. En realidad, aquel concierto no fue tan espectacular. No fue tan divertida aquella boda. Aquel tipo no era tan especial. El pasado nos ha traído hasta aquí, pero solo debe ser un lugar de referencia, ya nunca de paso. No tiene sentido vivir en el pasado de la misma forma que no tiene sentido conducir mirando todo el tiempo por el espejo retrovisor.

Del mismo modo, procrastinar es angustiarse por lo que está por venir, sufrir por lo que no ha llegado, anticipar más de la cuenta. Buena parte de las cosas que nos preocupan hoy no ocurrirán nunca pero, mientras pensamos en ellas, le concedemos la oportunidad de hacerlas más grandes, como gigantes que se colocan frente a nosotros impidiéndonos avanzar. Perdemos más tiempo imaginando los peligros que poniendo todo de nuestra parte para que nunca nos alcancen. Somos los primeros responsables en no evitarlo, los principales culpables de no dar el primer paso en otra dirección.

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Reclamo la vida en minúscula, las pequeñas cosas que nos amarran a la vida y al tiempo, a lo inmediato, a lo tangible, a la pluma, la hierba recién cortada y el olor a madera quemada. Reclamo la piel con piel entre iguales, la alegría del que celebra por celebrar, las ojeras de una noche perdida entre amigos, las sobremesas indecentes de los lunes, la resaca de un no-cumpleaños, los minutos de descuento. Reclamo que llenemos todos estos huecos de ocurrencias, de retos, de viajes y de algún aprendizaje. Elegir el camino menos concurrido. Arriesgar si el premio lo merece. Perderte si es necesario. Vencer a la pereza, rendir el día, sacar partido. Y, si no se nos ocurre nada más, llenarlo todo de abrazos.

Y así, y solo así, exhaustos por el esfuerzo y alimentados por todo lo vivido, habremos convertido nuestro paso por este mundo en una diminuta aventura que cada uno afrontará con las cartas que le han tocado. Un camino que no podemos hacer más largo, pero sí más ancho. Un camino que no pasa por ningún supermercado.

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