El sentimiento de justicia es algo muy humano. Tanto, que es difícil no sentirse satisfecho cuando algo malo ocurre a quien se lo merece. No ... tiene por qué ser alegría, sino una sensación de justa retribución. El malo, el irresponsable, el que daña o pone en peligro al grupo tiene que ser castigado, es lo adecuado.

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Es posible que la mayoría ya haya visto las imágenes, grabadas en Madrid, de la Policía forzando la puerta de una vivienda, para detener a las catorce personas que allí estaban celebrando una fiesta, pese a las circunstancias de la pandemia. Estaban incumpliendo injustamente las normas, cuando los demás las soportamos. Estaban arriesgando no solo la propia salud, sino la de todos. Y también estaban haciendo que sus vecinos tuvieran que soportar las molestias de su fiesta. ¿Cómo no vamos a sentir que merecían un castigo? Es natural alegrarse de que la Policía tirara la puerta de la vivienda, y les detuviera. Aunque eso sea mucho más peligroso, algo mucho peor.

Es posible que ya hayan leído algunos de los muchos argumentos que, jurídicamente, se alinean claramente en contra de esta actuación policial. Para empezar, no solo ha resultado ser una vivienda arrendada, sino que, aunque hubiera sido un piso turístico no por ello habría tenido menos protección de la que el Tribunal Constitucional otorga, como morada, hasta a la habitación de un hotel. Para seguir, aunque pueda ser claro que resultaría una infracción administrativa una negativa injustificada frente a una adecuada orden de identificación; no lo es tanto que porque el policía lo repita tres veces –mientras golpea juntos sus talones, con o sin chapines– se convierta en un delito. Pero, aunque lo fuera, tampoco justificaría que la Policía pudiera tirar abajo la puerta de una morada.

Las libertades de las que disfrutamos han sido arrancadas, después de miles de años, del Poder. Ya sea en forma de cacique, caudillo, monarca, o partido, ha sido el Estado el que, cuando no se ha limitado su poder, ha acabado aplastándonos. Con frecuencia, entre los aplausos de los aplastados. Frente a ello, nuestros derechos son nuestra mejor línea de defensa. Un muro que contiene las inevitables embestidas del poder, nunca domado, siempre dispuesto a crecer, a nuestra costa. Por eso, hay derechos que tienen que ser casi absolutos, por eso no hay excepciones ni matices en quién puede disfrutar de ellos. También los que hagan fiestas en plena pandemia, merezcan esos derechos o no, porque no son los de ellos los derechos que tenemos que defender, sino los de todos.

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La inviolabilidad de domicilio es un dogma laico, un mandamiento de la libertad, uno de los sellos que contiene el peligro de un Estado represor. Por ello, para violar una morada, hace falta la autorización de un juez, garante, custodio de nuestros derechos. No hay otra forma, salvo la situación, excepcional, inevitable, en la que, frente a la comisión segura de un delito grave, no tengamos más remedio que dinamitar nuestras libertades para evitar un mal mayor. Si, tras la puerta de un domicilio, una víctima grita auxilio, aterrada por el dolor y la muerte, la Policía tendrá que entrar. No como método o privilegio, sino porque no tenemos otra alternativa. Ahora parece que quieran convertir esa excepción en una regla dramáticamente cómica: si nos es imposible abrir la puerta, pidamos tres veces que la abran para identificarse y, si no lo hacen, la podremos abrir nosotros a golpes. Ahora, nos dicen, está prohibido abrir la puerta a la fuerza, salvo que se nieguen a abrirla. Y dos huevos duros.

Hace ya casi treinta años se intentó que la Policía pudiera romper las puertas. Se trataba de abrirlas a narcotraficantes, y aun así se contuvo al poder. El ministro de entonces tuvo que dimitir. El de hoy nos da las excusas que demasiados quieren tener, para poder castigar como se merecen a los que hacen la fiesta. Demasiado fácil olvidamos que la libertad que defendemos es la nuestra. Que una Policía que abuse de su poder, aun cuando se le está recordando la ley, puede hacer más daño que todas las fiestas en la pandemia. Que hay heridas de la democracia que, abiertas, rara vez terminan de cerrar. Hoy son ellos, los que lo merecen, mañana no lo podemos saber. Mientras, consentimos, asentimos incluso. Un policía rompe una puerta en la noche, porque puede. Y puede porque aplaudimos la mañana después.

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