El Derecho no excluye la violencia. El Derecho es violencia. Violencia controlada, organizada y enfocada de la forma más precisa posible, pero violencia al final. ... Cuando se detiene a alguien, cuando se le ingresa en prisión, cuando se embargan sus cuentas o se desahucia al deudor no se hace con cariño y con amor, sino con violencia. La violencia es el último recurso posible frente a la fuerza de quien no asume ni acata el Derecho. Si no hubiera un Estado que ejerciera su dominio sobre la fuerza, el más fuerte de los individuos se impondría a todos los demás.

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Sin embargo, la violencia del Derecho se estructura de forma diferente a la que solemos rechazar, convirtiéndose en uno de los principales pilares de nuestra sociedad: la fuerza es monopolio del Estado, vetándose la venganza de los particulares y su justicia personal. La fuerza debe ser proporcionada, utilizando siempre la mínima posible. Y la fuerza ha de estar amparada en leyes, como expresiones de su legitimación democrática. Gracias a eso vivimos razonablemente seguros, razonablemente confiados, razonablemente honestos. Quien usa la fuerza es perseguido y neutralizado. Así, los demás podemos seguir en paz.

Después de décadas de triunfo del Estado de Derecho, nos hemos acostumbrado a esa paz. Y es grandioso que hayamos podido hacerlo. Nos hemos pacificado y, aunque la semilla de la violencia sea un rasgo inextricable de nosotros, primates, la hemos apaciguado hasta reducirla a la excepción. Sin embargo, el muro que nos separa de nuestra naturaleza es estrecho, y, al otro lado, milenios de instinto no dejan de empujar. Por eso, cuando la civilización se aparta y el Derecho desaparece, la fuerza y la violencia vuelven a ser la única ley.

Conforme pasan los días vamos conociendo más atrocidades de la guerra de Ucrania. Y más que nos quedan por conocer, informados de forma más completa e inmediata que nunca antes. Hay quien se sorprende, la mayoría se indigna y, sin embargo, lo que ocurre no solo es lo normal en la guerra, sino que, en demasiados casos, es lo inevitable. Por más que pretendamos otra cosa, en las trincheras apenas cabe más ley que la marcial y, si a los dirigentes, alejados de la muerte en su sillón, podemos intentar exigirles responsabilidad, a los que están matando y siendo matados, como mucho podemos rogarles humanidad. La venganza, el odio, la destrucción del valor de la vida humana, son consecuencias de la guerra. Siempre lo han sido, aunque solo parezca real cuando ocurre tan cerca. No hay Derecho nacional, internacional o divino que pueda evitarlo. Aunque eso no quiere decir que no lo tengamos que intentar.

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Si se permitiera un final de la guerra en el que los ucranianos acabaran aplastados o rendidos, como algunos proponen, sí podría alcanzarse el fin de las masacres. Pero no tendrá por qué ser ese un final limpio, ni privado de una traca final. Ni de las purgas, que sí serán menos visibles si Rusia llega a dominar; ni los asesinatos, aunque el vencedor las disfrace de ejecuciones contra los criminales de guerra –que siempre están en el bando perdedor–. El Derecho lo dictan los que ganan, suya es la Justicia, porque suya es la fuerza. Los demás, como mucho, podemos aspirar a, si somos más fuertes, imponer nuestra fuerza nosotros y derrotar al ganador. Pero no porque tengamos mejor derecho, sino porque tendríamos una fuerza mayor.

Entretanto, una anécdota aparentemente tan poco significativa como que la 'agencia tributaria' ucraniana haya emitido un comunicado oficial, declarando que los tanques rusos ocupados (capturados) por los ucranianos no tributarán, me resulta esperanzadora. Como si, en mitad de la tormenta, un brote de civilización se empecinara en sobrevivir. Como si esa normalidad pacífica, en la que el IRPF preocupe más que las matanzas y las violaciones, estuviera, titilando, al final de la oquedad.

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La eterna paradoja del para bellum sigue vigente, y no solo de forma preventiva: debemos de ser capaces de luchar para alcanzar la paz. Pero no ya cualquier paz, sino esa paz en la que el Derecho es la única fuerza, y se hace posible la libertad. A diferencia de Putin, y también de Ucrania –que, en la oscuridad en la que se encuentra, se asomará inevitablemente a su propia atrocidad–, nosotros no debemos de renunciar al Derecho en nuestra lucha. Ni a la realidad. Pero, aunque sea sacrificando parte de nuestro bienestar con la energía rusa, y armando a Ucrania para que resista sangrando, también tenemos que luchar.

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