Personalmente, no siento una especial devoción por nuestro Tribunal Constitucional como órgano. De hecho, idealmente, yo optaría por incluir sus funciones en el ámbito jurisdiccional ( ... que fuera el Tribunal Supremo el que, en última instancia, unificara la interpretación, también en el ámbito constitucional). Hay distintos modelos posibles de Estado de derecho que pueden funcionar, y sobre ellos podemos discutir, y tener preferencias (hasta los que no somos expertos, como yo). Sin embargo, lo que no puede funcionar es un Estado que destruya, desde sus propias instituciones, la función de la Justicia. Uno cuyo Gobierno es capaz de luchar contra la Justicia, y justificar por los resultados el actuar en contra de la ley. Ni todos los jueces son santos ni todas las sentencias justas, pero, si dejamos de hacerlas cumplir, estamos condenados al yugo de la tiranía o a la desolación de la barbarie.
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La sentencia ha declarado la inconstitucionalidad del primer estado de alarma. Desde ese momento, nuestro Estado de derecho considera que tal estado de alarma fue contrario a la Constitución. Como lo fueron las tasas judiciales que impulsó otrora el ministro Gallardón, la amnistía fiscal del ministro Montoro o la Ley de Costas de Arias Cañete, todos del PP. Ahora, la medida afectada es del actual gobierno socialista –y apoyada por toda la oposición–, y eso no la hace ni más legítima, ni mejor. Ningún ministro, ningún partido, ningún gobierno, ni siquiera el Parlamento está por encima de las leyes, ni de la Constitución.
La ministra Margarita Robles, juez, ha afirmado que son «elucubraciones doctrinales» y que el Gobierno «hizo lo que tenía que hacer». La misma que, como portavoz del PSOE, dijo a Rajoy en 2017, con toda razón: «Si usted no toma una responsabilidad política de su Gobierno, ¿con qué fuerza moral va a hacer caso a otros pronunciamientos del Tribunal Constitucional?». Para la ministra Montero, «lo más grave de todo es el secuestro que el PP hace sobre los órganos constitucionales de nuestro país». Según la ministra Belarra, «la oposición al Gobierno la están ejerciendo los jueces». La ministra de Justicia, Pilar Llop, también juez, entiende que la medida del Gobierno «fue conforme a los parámetros constitucionales, tal y como han respaldado cinco magistrados» (tendremos que explicar en clase que, en los tribunales, lo importante es lo que opinen la minoría de sus miembros). En fin, al ministro Bolaños tampoco parece preocuparle la sentencia mucho más que si alguien escribiera un poema sobre el otoño, ya que «No hay que tocar ni la Constitución ni las leyes tras la sentencia. Tanto la Constitución como las leyes son suficientes y han resultado eficaces para salvar vidas». Qué más da que fueran contrarias a la Constitución.
El propio Tribunal tiene gran parte de la culpa, y no por aceptar el recurso de Vox (qué tendrá que ver quien recurra, la Tierra es redonda, lo diga Trump o Colón), sino por sentenciar mal y tarde, como suele (y la sentencia del aborto sigue pendiente, casi doce años después). Declara la inconstitucionalidad, pero, si es posible, sin molestar demasiado. Sin que el Estado pague nada por su error (como pagamos los demás cuando nos equivocamos). Como las tasas de Gallardón, que inconstitucionales serían, pero no como para devolverlas, no es para tanto la Constitución. Como cuando, en 2010, declaró el Tribunal que era inconstitucional el entonces vigente internamiento forzoso por trastorno psíquico, pero bueno, que tampoco pasaba nada (al fin y al cabo, eran locos), por lo que, en vez de anularlo, 'recomendó' su modificación. Cuando hubo un huequecito, cinco años después, los políticos ya ajustaron la norma.
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El problema no es que se pueda discutir la decisión jurídica, ni al órgano. La fe ciega en cualquier institución es el suicidio de la libertad, pero la crítica propagandística es una enfermedad de la democracia, y estas críticas atacan al corazón del imperio de la ley. El problema es que el Gobierno ningunee la sentencia, y hasta se permita presumir de que va a ignorar lo que ningún ciudadano normal podría evitar, si sobre él cayera la condena. Como si las razones de Estado estuvieran por encima de las leyes. No lo están, no deben estarlo. Aunque a veces pudiéramos quererlo. Aunque sea lo más fácil, lo más rápido, nunca es lo mejor. Si cedemos, si dejamos que la urgencia y la necesidad permitan a los gobiernos estar por encima de la ley, ignorar a los tribunales y a la Constitución, tarde o temprano todo será urgente y todo será necesario; y nada será ley, y nada será Constitución.
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