El 'Castán', el 'García de Enterría', el 'García Pelayo'... son algunos de los manuales que marcaron a generaciones de estudiantes de Derecho en las universidades españolas. El contacto con estos manuales impresionaba, conscientes de la ardua tarea que como estudiantes teníamos, pero, al final, se ... terminaba desarrollando una relación de veneración hacia los mismos. Para algunos, quizá, una especie de síndrome de Estocolmo.
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Lo cierto es que estos manuales eran un compendio de sabiduría en los que el profesor, en estos casos un auténtico maestro, introducía a los lectores en los arcanos de una disciplina académica. En estos manuales, el Derecho quedaba sistematizado en torno a categorías jurídicas y ordenado sobre principios que debían dar coherencia a las distintas ramas del ordenamiento. Se detenían en disquisiciones doctrinales que ayudaban a entender cómo debe discurrir la mente de un jurista, distinguiendo sutiles diferencias o buscando similitudes entre esas categorías y sus correspondientes regímenes jurídicos. Y eran prolijos al describir la evolución histórica de las mismas, ya fuera para extraer aquellos elementos de los que todavía hoy fueran tributarias nuestras categorías o, simplemente, para mostrar cómo el Derecho y sus categorías no son inmutables, sino que se van adaptando a realidades sociales y económicas en continua evolución. Como explicaba a mis alumnos el otro día: no es lo mismo el sentido del refrendo de los actos regios en las monarquías constitucionales del siglo XIX, que el que tiene en una monarquía parlamentaria del XXI, por mucho que la letra de algunas constituciones no haya cambiado al regularlo. A la presentación de esas partes generales que incluían los fundamentos teóricos sucedía la parte especial, con el estudio de la regulación concreta. Pero estas últimas necesitaban de las primeras, porque sin esos fundamentos quedarían reducidas a una mera exégesis donde se contaría lo que el legislador ha establecido sin mayor capacidad crítica.
El complemento a esos manuales lo daban unas clases 'magistrales'. Que no deben confundirse con conferencias. Y es que las clases, aunque sean teóricas, han de tener un planteamiento dialéctico para que los alumnos vayan siguiendo el razonamiento. Con los apuntes que en ellas se tomaban, luego uno se acercaba a esos manuales con mayor seguridad, para expurgar aquello que el profesor hubiera orillado, pero también para poder ir comprendiendo las complejidades que en ellos se presentaban. La guinda solía ser un examen oral, donde lejos de recitales, el alumno tenía que demostrar el saber aprendido.
La memoria de esta universidad es cada vez más lejana. Hoy nos dicen que debemos sustituir los manuales por apuntes, cuando no por esquemitas y 'power points' que reproducen lo que ponen las normas, hasta con dibujitos. ¿Por qué torturar a los alumnos con tales complejidades cuando la IA lo sabe todo? Y, así, se va extendiendo una forma de enseñanza descafeinada, donde se alimenta a los alumnos con papillas y los saberes se pretenden sustituir por otras destrezas.
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Una 'moda' frente a la que, personalmente, me rebelo y, por ello, quería dedicar esta columna a elogiar al manual y a esa forma 'clásica' de entender la universidad. Precisamente en una época en la que nuestros alumnos tendrán que enfrentarse a una inteligencia artificial cada vez más poderosa, creo firmemente que debemos ofrecerles una formación intelectual lo más rigurosa posible. Que se entrenen devanándose los sesos con categorías y conceptos abstractos, porque eso es lo que les hará madurar y les permitirá ser competitivos el día de mañana, llegando hasta donde las máquinas todavía no alcanzan. Basta ya de papillas. Enseñemos a nuestros alumnos a masticar para que puedan digerir las mayores piedras, porque el mundo real luego es muy duro y deben llegar entrenados. Como le respondió un alumno a un colega de la vieja escuela cuando le preguntó cómo había pasado de un suspenso en el parcial a un sobresaliente: «Si no nos queda otra, al final, estudiamos». Una gran verdad que evidencia la desnudez de nuestro sistema educativo, tendente a la complacencia y a no exigir.
Por lo demás, tampoco hay que ser revolucionarios en cuanto a esas otras destrezas complementarias. Es cierto, la universidad no puede ser sólo el puro estudio teórico. En especial, en Derecho hay dos añadidos que me parecen imprescindibles: por un lado, es necesario entrenar la expresión oral y escrita y la buena argumentación. Y, por otro, cualquier universitario debería aspirar a elevar su espíritu con sentido humanista, para no quedar como un mero «bárbaro», como ya advirtiera Ortega.
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