Píses es una de las obras más conocidas de los flamantes premios nobel, los profesores Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson, que se han dedicado a estudiar por qué las sociedades con un Estado de Derecho y con mayor solidez institucional generan más ... crecimiento y bienestar para su población. De forma que, si esto es así, entonces en España tenemos mucho que celebrar este día: hace 46 años, con la aprobación de la Constitución de 1978, se sentaron las bases para, como señala su preámbulo, «establecer una sociedad democrática avanzada».
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Ahora bien, para que una democracia funcione no basta con tener un orden institucional bien diseñado. Porque las Constituciones, si no se 'viven', al final pueden terminar como una carta de papel mojado. De ahí la importancia de que una Constitución sea capaz de generar una 'cultura' político-institucional acorde con esos valores y principios sentados por la misma que impregne a los distintos actores públicos y a la propia ciudadanía. Que surja, incluso, aquello que ha sido llamado como un 'patriotismo constitucional'.
A este respecto, el adn de nuestra Constitución fue, precisamente, el reconocimiento como una Constitución de consenso. Algo que nos remonta a su propio origen, pero que va más allá y que debería conformar esa tan necesaria cultura constitucional. La Constitución de 1978 supuso la superación de nuestra nefasta tradición de aprobar Constituciones 'de partido', al dictado de la mayoría gobernante. Además, comportó la plasmación más evidente de cómo se suturaban esas dos Españas que habían quedado rotas con la guerra civil y que tanto había alimentado el franquismo. Nuestra Constitución nació así de un gran pacto político en el que todos tuvieron que ceder; una Constitución que, seguramente, no respondía al ideal de ninguna de las fuerzas políticas que la acordaron, pero, precisamente por ello, pudo ser una Constitución de todos, válida también en su proyección intergeneracional. Unos postularon monarquía y otros defendían la república; había quien quería mantener un centralismo, y quienes anhelaban la confederación... Finalmente, tuvimos una Constitución cuyos pilares maestros fueron un punto de encuentro que todavía hoy mantiene su vigencia: un Estado social y democrático de Derecho, con una monarquía donde lo importante es su carácter parlamentario, y un Estado de las autonomías que armoniza las ideas de unidad y de autonomía, con exigencia de solidaridad interterritorial.
Pero, como decía, ese ideal de consenso no podía quedarse fijo en ese momento germinal. De hecho, el mismo se prolongó al menos una década. En aquellos años hubo discrepancias políticas y debates acalorados, como debe ser en una democracia plural, pero, al mismo tiempo, la vida política se mantenía en esos guardarraíles que sostienen la democracia, como han estudiado Levitsky y Ziblatt: el respeto al adversario y una cierta autocontención en el ejercicio del poder. Lo cual facilitó que, cuando era necesario, se pudieran alcanzar grandes acuerdos en temas estratégicos. Se nombraban magistrados constitucionales de prestigio, pudieron forjarse grandes pactos autonómicos...
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Sin embargo, este espíritu se fue erosionando. En especial, fue creciendo el mal de la partitocracia: los partidos políticos mostraban su faz más voraz ocupando espacios que no les correspondían (desde asociaciones judiciales a las de víctimas del terrorismo, por poner dos ejemplos sensibles). Y el bipartidismo acusaba una cierta esclerosis, con incapacidad para impulsar reformas de un cierto calado. Cuando sobrevino la crisis económica, el empeoramiento de las condiciones vitales de los ciudadanos supuso un estallido que quedó plasmado en el 15-M y su «no nos representan». Se escucharon entonces con más fuerza voces que impugnaban las bases de nuestro régimen, aunque también emergieron proyectos de signo regeneracionista. El fracaso de estos últimos abocó a un periodo de turbulencias político-institucionales en el que nuestra política ha terminado infectada por unos virus hoy muy extendidos en todas las democracias del mundo: el populismo iliberal y la polarización. El populismo iliberal lleva a que aquellos que alcanzan el poder, aunque lo hagan democráticamente, invoquen este apoyo popular para eludir los límites jurídicos y los contrapesos, incluido el de una prensa libre. Y la polarización reduce el debate político en términos amigo-enemigo recreando, en nuestro caso, esas dos Españas irreconciliables, lo cual tiene como efecto indirecto justificar cualquier desmán de los propios con la excusa de que los otros no lleguen al poder porque lo harían peor.
Dos males que atacan ese adn de nuestro proyecto constitucional que apela al consenso y al respeto de las reglas democráticas, incluso de las no escritas. Por ello, el mejor regalo que podemos hacer a nuestra Constitución sería recuperar «la conciencia moral profunda de nuestro Texto Constitucional» que, como señalaron nuestros padres constituyentes, se sitúa en la «búsqueda de espacios de encuentro señoreados por la tolerancia».
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