Decía Junts, a comienzos de esta semana, que o se cambiaba una reforma que podía dificultar su amnistía, o impedirían la convalidación de los decretos ... del Gobierno. Una forma de mostrar su fuerza y mantener su lazo y sus objetivos. Se podrá estar en contra, pero para Junts era un acto razonable. Lo sorprendente es que, más allá de blindar lo que habían anunciado, han acabado exigiendo, y consiguiendo, competencias en inmigración, balanzas fiscales y medidas para que, quieran o no, las empresas vayan volviendo a Cataluña (y no puedan jamás salir de allí). Y porque no pidieron masajes los días pares, que se los hubieran dado también.
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Existe un contrato, el mandato, normalmente acompañado de un poder, mediante el que un representante nuestro, siguiendo nuestras instrucciones, actúa en nuestro nombre. Esta estructura, y terminología, sólo se aplican como metáforas cuando se trata de la 'representación' política. Cuando uno vota no puede tener una expectativa de dar instrucciones a sus representantes, ni sería posible o razonable que fuera así. Por eso, votar no supone la creación de ningún vínculo. En el mejor de los casos supone una esperanza, cuando no un acto de fe. O de fanatismo. Votar es un acto extraño, a veces resignado y otras entusiasta, de efectos conjuntos, retrasados e inesperados. Como poder escribir una única letra de la carta a los Reyes y, aun así, tener expectativas de que nos traigan lo que quisimos pedir. Gracias al voto creemos poder decidir y, al menos, conseguimos ser más libres que con la alternativa de no votar nada.
Los diputados no tienen que responder ni a las instrucciones ni a las expectativas de sus electores sino, siguiendo en lo posible su línea política, discutir, negociar y tomar las decisiones legislativas que mejor convengan al conjunto de la ciudadanía, donde quiera que esté y a quienquiera que hayan votado. En la misma esencia del parlamentarismo está esa negociación, esos acuerdos que intenten aunar perspectivas diferentes, todas en una misma dirección: mejorar la vida de todos. Sin embargo, como parece cada vez más obvio, la cosa no funciona así. Los que mandan quieren seguir mandando, cueste lo que cueste. Y, conscientes del precio, los que sostienen a los que mandan están dispuestos a sacar todo lo que puedan, para ellos y, como mucho, los suyos. Que cada palo aguante su vela. Con el problema añadido de que, cada concesión, por extrema que sea, se convierte en el principio de la siguiente. Viendo lo sucedido el miércoles, horas tardó Urkullu en exigir lo mismo para el País Vasco, «con el lehendakari, en primer lugar».
Ahora es inevitable que los partidos nacionalistas vayan arrancando al Gobierno todo lo que puedan, mientras puedan, cada uno de ellos compitiendo con los demás en ser el mayor depredador. Lo que no sé es si siempre fue inevitable acabar así. Si es el destino de un sistema mal diseñado; el de un pueblo mal conformado; o el de unos electores responsables de cuanto nos está pasando. Puede que se sumen todos esos factores pero, también, creo que hubo un momento en el que existió la esperanza de un cambio.
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Viendo cómo estamos, es posible que muchos vieran en la ruptura del bipartidismo el principio del fin, y recuerden con anhelo aquella aparente estabilidad. Una estabilidad, empero, igualmente sustentada en el pago del diezmo exigido por los partidos nacionalistas, capaces de exigir concesiones territoriales, asimétricas, desiguales y desproporcionadas a su representación, sólo para los suyos, a cambio de mantener al PSOE o al PP en el poder. El problema ya estaba presente, metastatizando. Lo que ocurrió es que, por una parte, Iglesias utilizó el inexplicable convencimiento de que el nacionalismo puede ser compatible con los postulados básicos de izquierdas para asumir estos peajes en un sistema casi feudal, en el que las baronías nacionalistas blindarían a un gobierno 'progresista', para siempre. Por otra parte, cuando Rivera inhaló los efluvios del poder, a una distancia de nueve diputados del PP, se envolvió con la capa del liberalismo y decidió vender su proyecto a cambio de una oportunidad, por pequeña que fuera, de ser él presidente del Gobierno. Perdió y, con él, la oportunidad de romper el ciclo de un Parlamento incapaz de intentar, mucho menos conseguir, el interés general.
No sé si esa oportunidad fue una casualidad, irrepetible; o acaso el intento fallido de una sociedad buscando algo mejor. Si fuera lo segundo, podría caber una esperanza de poder salir de este ciclo de depredación, de todo a cambio del poder. Quizá aún dependa de nosotros.
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