Las leyes sólo pueden aspirar a ser un marco general. Unas reglas para todos que, en ocasiones, podrán ser injustas. Quizá a veces lo hayan ... experimentado ustedes mismos, sufriendo que una regla que era demasiado rígida para su caso, sin posibilidad de una adecuada adaptación. El problema es que es imposible hacer una norma para cada persona y para cada situación. Y, si se permitiera, siempre serían los mismos, los que ostentan el poder, los únicos que se las harían a la medida de sí mismos (como está ocurriendo ahora, con la amnistía). Por eso, las leyes sólo pueden intentar acertar en su mayor parte, asumiendo que, a veces, no aportarán la mejor solución. Pero, distinto a buscar en las normas una herramienta general, es olvidar que las leyes se dirigen siempre a los individuos, personas que como tal hemos de ser considerados. No somos números, ni conceptos abstractos. Somos seres individuales, concretos, absolutamente humanos. No se puede legislar para las personas como si se estuviera haciendo un inventario, o creando un programa informático. Ignorar nuestra humanidad no sólo deshumaniza las leyes, sino que, necesariamente, las hace peores.

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El problema de poner ejemplos concretos es que todo el mundo tiene uno, y puede apuntarlo hacia donde quiera. Por eso, siempre tiendo a buscar una categoría general. Pero las categorías no existen, las imaginamos nosotros para que nos ayuden a pensar. Lo concreto es lo que existe y, a veces, si no se abusa, no hay nada mejor que un buen ejemplo. Por eso, voy a aprovechar para ponerles uno yo. Sabrán, lo pone bajo mi nombre, que trabajo en la Universidad de Murcia, en el Departamento de Derecho civil. Desde que estoy aquí, he tenido la inmensa suerte de contar cada día con la ayuda de una compañera, administrativa, y me cuesta imaginar un apoyo mejor. Si tuviera yo una gran empresa, no dudaría en contratarla. No sólo es que sea diligente haciendo su trabajo. Lo es, sobradamente, pero eso podría encajarse en la responsabilidad que todo trabajador público debería ejercer. La diferencia viene marcada porque, además, siente el Departamento como algo propio. Créanme cuando les digo que, literalmente, lucha por él. Porque sabe que ella, también, es parte de este Departamento. Y, desde esa pertenencia, el trabajo también se vuelve personal y humano. Mejor.

Sin embargo, ahora se ha decidido en mi Universidad recolocar a todos los administrativos, juntos, en un mismo espacio, extirpados de sus departamentos. Disponibles, aunque mantengan las vinculaciones funcionales, para resolver los encargos e incidencias que se les hagan llegar. Pero ahora, sin vernos. Sin saludarnos cada mañana. Sin la posibilidad de que, sin rellenar un formulario de incidencias, con un «perdona, Gabriel» al pasar, me resuelva la cuestión pendiente del día. Yo sé que ella va a seguir haciendo su trabajo igual, y que siempre va a ser parte de este Departamento. Pero temo que, cuando se vaya, no podrá venir nadie igual detrás. Porque, cuando alguien nuevo llegue, y yo sólo sea la incidencia 29638, nos convertiremos en piezas de un engranaje que seguirá girando, pero sin pararse en lo que importa de verdad.

Puede que sea más fácil verlo en unas profesiones que en otras. Quién defendería que un médico viera en su paciente una materia biológica patológica a la que aplicar un protocolo y un tratamiento, antes que una persona a la que curar. También en la docencia, aunque no conozcas a tus alumnos, sólo reconociendo en ellos destellos de quién son es posible entonces darles clase a esas personas y no a las paredes, viviendo la clase como algo vivo y compartido; dándoles lo mejor que les puedes dar. No es muy distinto en casi cualquier otro empeño. Seguro que más de una vez han sufrido al estereotipo de trabajador indolente, detrás de un mostrador, apegado a la mínima literalidad que le permita, cumpliendo su deber, no conseguir nada en absoluto.

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Así somos los seres humanos: sólo cuando se consigue que una persona se vincule con un proyecto dará lo mejor de sí. Pero nadie cabal se vincula con una idea, más allá del fanático o del oportunista. La universidad pública no puede ofrecer ni un credo radical ni un incentivo económico cegador. Nos quedaba la única vinculación sincera y duradera, la que se hace con y mediante otras personas. Personas con las que, compartiendo esfuerzos, se podía crear ese algo común que acabe siendo propio. Con la excusa digital, y vistiendo conatos de ahorro con etiquetas de eficiencia o agilidad, también nos quedaremos sin eso.

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