Da la impresión que llevamos todo el año de campaña. Más, quizá. Y, como son los políticos quienes hacen las leyes, es fácil acabar hablando ... de política cuando se escribe de Derecho. Sin parar. Pero esta semana no, que tengo la impresión de haber hablado demasiado de eso. Y eso que de lo que más hacemos los profesores es hablar.
Publicidad
Todos empezamos escuchando, de niños. No estoy seguro de si hay un momento de equilibrio, donde estemos naturalmente inclinados a conversar. Pero de lo que estoy bastante convencido es que más temprano que tarde acabamos cerrándonos en hablar, inmunizándonos frente a lo que escuchamos. Piensen en sus últimas conversaciones. Cuando la otra persona les hablaba, ¿estaban verdaderamente escuchando lo que les decían, dispuestos a entenderlo y a aceptarlo como propio, aunque de principio pensaran lo contrario? Si es así, les doy mi admiración y mi enhorabuena. No es lo común. Normalmente, esperamos nuestro turno mientras nos habla el otro, sabiendo lo que vamos a responder mucho antes de que terminen de hablarnos. O, peor aún, nos rodeamos de gente que piensa lo mismo que nosotros para asentir convencidos, regodeándonos en el eco de lo que reconocemos como nuestra propia voz.
Ese fenómeno de cerrazón conversacional no solo se da cuando se trata de cuestiones políticas o de opinión, es general. Ocurre, en distinta medida, pero con igual actitud, cuando se habla de casi cualquier cosa, hasta de la mayor frivolidad. Mientras el otro nos habla, pensamos, impacientes, en nuestra respuesta y la validación de nuestro ego. Sonará más ingeniosa, interesante o sorprendente. Y, con ello, obcecados en tener que divertir o epatar como si estuviéramos bajo un foco, perdemos mucho de lo que podríamos disfrutar tan solo escuchando, aprendiendo, creciendo gracias a quien nos habla. Como si fuésemos niños.
La mayoría de las clases siguen consistiendo en hablar. Si todo va bien, también en escuchar, y hasta responder. Incluso cuando solo habla el profesor, para que funcione, debe ser un diálogo con un silencio que uno ha de ser capaz de leer en miradas, gestos y actitudes. El problema es todo el espectro posible entre un público cautivado y uno cautivo. Hubo un tiempo, y hablo de siglos, en el que, sin libros ni imprenta, el dictado era ya todo un valor. Aunque algunos no se hayan enterado, hace mucho que ese tiempo pasó. Hace mucho que hay libros de casi todo, con mucha más información de la que nos dará tiempo a dar en cualquier clase. Ahora, pese a las nuevas dificultades para discriminar la buena información, hay todavía muchas más fuentes. Hablarles tiene que darles algo más.
Publicidad
Se puede intentar coaccionar, en mayor o menor medida, al alumno para que se quede en clase. Pero consigue más cuerpos que mentes, sin mucha más utilidad que evitar la soledad del profesor. Al hablarles en clase tenemos, primero, que interesarles. Que contagiarles la pasión que sentimos, que es el mayor y más genuino impulso para enseñar y para aprender. Tenemos que elegir qué contenidos subrayar, qué preguntas intentar sembrar y qué respuestas darles. Tenemos que buscar una cierta complicidad, aun asimétrica, y arrastrarles hacia nosotros y nuestras materias. No siempre puede conseguirse, ni son todos los días iguales ni todas las materias igual de prontas a la emoción. Pero cuando lo conseguimos, no solo hablamos; nos escuchan de verdad.
Por eso, no me parece fácil que, a corto plazo, nos puedan cambiar por una inteligencia artificial. Entiéndanme, que siempre ha habido profesores que podrían ser sustituidos, y mejorados, por un manual («cuando los alumnos no van a sus clases, ahí es cuando aprenden», me dijo una vez un profesor, acertando sobre otro). Pero los profesores que han marcado la diferencia han sido los que nos han sabido seducir, alzando la curiosidad desde el fondo del espíritu, donde demasiadas veces languidece envuelta en indiferencia. Porque, cuando hablándonos nos han hecho querer tener una respuesta, como cuando necesitábamos saberla de niños, nos habían dado la mitad del camino hecho. Para conseguirlo hace falta saber, mucho. También amar eso que sabemos. Y ser capaces de compartirlo, de contagiarlo, si es posible. Se puede compartir desde muchas vías, algunas exquisitamente intelectuales, pero es siempre una llamada a la emoción -que también reside en nuestras mentes-. Y, si llegara un momento en el que una IA sea capaz de leernos y emularnos lo suficientemente bien como para poder conectar con nosotros tanto a nivel emotivo como intelectual, entonces no solo darán clases. Harán mucho más.
Primer mes por 1€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.