¿Conocen ustedes muchos niños con el primer apellido de su madre? En junio de 2017, hace ya más de seis años, entró en vigor ... la norma que hace a los padres escoger, libremente y por acuerdo, el orden de los apellidos de sus hijos. Si no se pusieran de acuerdo, o se negaran a elegir, será el Encargado del Registro Civil el que lo elija. Esta elección no es el único modelo posible. La imposición legal del orden, como se venía haciendo, el sorteo, o la preferencia del apellido menos común, eran otras alternativas, desechadas en favor de la libertad de los padres. Parece una buena opción. Y, sin embargo, lo que no está tan claro es que estuviéramos listos para elegir.

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Las preferencias personales forman parte de la soberanía absoluta de cada individuo. Son variadas, con diferentes explicaciones y manifestaciones. Rara vez preferimos los humanos igual. Por eso, aun en elecciones binarias (A o B), aunque una opción no tenga por qué ser mejor que otra, es raro que se repartan exactamente al 50%. Una preferencia, en un determinado momento, puede ser más convincente -por su contenido, modas u otros factores-. Pero lo que es más raro aún, menos humano, contrario a la individualidad o libertad de una genuina elección, es la coincidencia absoluta de todas las personas en la misma opción. Hay supuestos obvios, claro, como si se prefiere vivir o morir; gozar o padecer. Pero todos estaremos de acuerdo en que, en esos casos, hay una opción objetiva y absolutamente mejor. Sin embargo, piensen ahora ustedes si les parece igual de evidente que el apellido del padre sea siempre mejor que el de la madre. Y, si piensan que no tiene por qué ser así, pregúntense entonces por qué la inmensa mayoría, la práctica totalidad de los padres, prefiere y mantiene el apellido paterno.

No hay problema alguno en preferir el apellido del padre. Ni el de la madre tampoco. La cuestión es por qué se prefieren. La libertad nos confronta con las causas de nuestras elecciones, y desde esa libertad, puede haber muchos motivos posibles. Podría tratarse de la más estricta racionalidad, consultando en el INE el apellido menos común, eligiéndolo por ser el más identificativo -función principal del nombre y de los apellidos-. No menos válido como motivo podría ser la sonoridad de la palabra, en conjunción con el otro apellido, o con el nombre. La estética gráfica podría ser un factor añadido o hasta principal. También el rechazo de algunos apellidos que puedan ser confusos, o con significados que prefieran evitarse, con más o menos razón (hay miles de 'Gordo' o 'Feo', en España, también cientos de 'Matador'). Incluso, el especial rechazo o afinidad con algún ascendiente a conmemorar o evitar es tan válido como cualquier otro motivo. Hasta el sorteo puede ser un sistema útil -sobre todo cuando se hace de verdad, y no es mera excusa para disimular una decisión que se prefiere ocultar-.

Por supuesto, hay otros motivos. Uno no siempre expresado, pero pocas veces ausente es la creencia de estar quitando algo al padre si ambos -no sólo la madre- ejercen la libertad de elegir. Como si la Historia hubiera concedido un privilegio del que un buen padre no merece ser despojado. Al margen de la ley, aún no se asume que el nacido no tiene ningún apellido hasta que se elija, sino que de alguna forma se entiende concebido bajo el apellido paterno, salvo que se le decida quitar. Mucho de esto es machismo, pero también hay bastantes cadenas ancladas a la tradición.

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La inercia de la tradición es la renuncia al pensamiento, a la propia decisión. La esclavitud de repetir los pasos de otros, solamente porque muchos lo hicieron antes. La tradición es una guía del camino que se recorrió en el pasado, que puede dar perspectiva, u otorgar la seguridad de lo repetido. Pero, en demasiados casos, es más fácil repetir que elegir. En sí misma, la tradición no es un motivo ni tampoco tiene por qué ser una buena elección. Los cimientos sólo son útiles si nos permiten elevarnos sobre ellos, y no como raíces que nos aten a un pasado más estéril. Todo progreso se ha conseguido superando tradiciones anquilosadas. Esto no implica que toda tradición esté ya superada, pero, para saberlo, hay que confrontar qué nos ofrece -o que nos quita- esa repetición frente a cualquier otra alternativa. De otra forma, la tiranía de la tradición no es más que el refugio de los cobardes, incapaces de enfrentarse a su propia elección.

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