En una situación de mantenida excepción, como la que vivimos, parte del reto de seguir adelante, de superar todo esto, consistirá en volver a la normalidad, acabando con las excepciones cuando termine la excepcionalidad. En el ámbito jurídico, por ejemplo, la anormalidad de este año ha suspendido la aplicación de los sistemas ordinarios, en muchos sentidos. Sin embargo, lo que se ha venido oyendo esta semana es la posibilidad de que, más allá de esta situación, en la Ley de Vivienda se convierta en ordinaria la prohibición de los desahucios de viviendas, cuando no exista alternativa habitacional.

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No creo que a nadie le parezca el desahucio un feliz acontecimiento. Presupone el fracaso de las expectativas de todos, y priva nada menos que de vivienda a aquellos que se desahucian. Es fácil compartir el deseo de que ojalá no hubiera ningún desahucio. Pero, más allá de la fugacidad de un deseo infantil, debe plantearse el precio del ideal. Qué comportaría que no hubiera desahucios, no vaya a ser que, aunque indeseables, sean necesarios.

Suele empezar hablándose del derecho de propiedad de los propietarios de las viviendas, y cómo resultarían los mismos dañados. Pero, aunque sea cierto, el problema tiene un principio más elemental, y también más general, pues no solo afecta a esos propietarios, nos afecta a todos. Y ese principio parte de preguntarse, por qué se cumplen los contratos. Por qué la gente que se compromete a hacer algo termina haciéndolo, o no rompe su palabra cuando cumplirla le venga mal.

Podría pensarse que todo el mundo cumple con su palabra por dignidad. Por honor. Por honradez. Pero, entonces, seguiríamos en el sueño infantil. Y, como esto ha sido así desde siempre, el Derecho siempre ha necesitado de fuerza. Los asuntos jurídicos, como un contrato, no se fundan en recomendaciones ni en sugerencias. En un tiempo más primitivo, en el mundo del más fuerte, aquel con más poder podía incumplir sin consecuencia, u obligar a cumplir lo pactado –u otra cosa–. La sociedad moderna nace, en parte, cuando es la fuerza del Estado, imparcial y objetiva, la que hace obligatorio cualquier pacto, para cualquiera.

Que sea el Estado, y solo el Estado, el que usa la fuerza para aquellos que incumplan no solo nos hace iguales, sino que nos permite confiar en los compromisos con otros, más allá de la esperanza de honradez. Y, si confiamos, estamos abiertos a prometer más cosas, a comprometernos más. Podemos confiar en que nos pagarán un alquiler, o en que nos enviarán el objeto que hayamos comprado. Esa confianza permite, en fin, también el poder comprar –y disfrutar– una vivienda.

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La idea es buena, pero el problema viene en su concreción: qué fuerza tiene que utilizar el Estado para imponer los pactos. En un principio, se utilizó fuerza que nos parecería ahora barbárica, corporal. Hasta hace no tanto, se recurría a la prisión, por deudas. Eso ya no existe, ahora, toda la fuerza del Estado se concreta en el ámbito patrimonial: uno tiene que responder de los contratos que firma, con todo su patrimonio. Pero, y no es pequeño avance, solo con su patrimonio. Es claro que sigue siendo dramático, aunque existan ya límites (un mínimo mensual del que no se puede privar, ahora 1.108 euros, y hasta un régimen excepcional de segunda oportunidad), pero que no haya cárcel, ni mucho menos castigo físico, es un logro de nuestra civilización que no podemos olvidar.

Así, quien contrata (ya sea un alquiler, o un préstamo; ya sea para comprar un coche o una casa en la playa), tiene que cumplir el contrato. Y, si no lo hace, el Estado le quitará todo lo que tiene hasta que, con la venta de esos bienes, su acreedor pueda quedar en la situación en la que se estaría de haberse cumplido el contrato. En algunos casos, eso implicará el desahucio, y la pérdida de la vivienda habitual.

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El Derecho necesita fuerza, una amenaza que impulse a cumplir y que, además, repare los daños injustos que haya sufrido el que sí ha cumplido. Si no, en cascada, todos los contratos se volverán más inseguros, más inciertos. Se ofrecerán menos contratos y, para compensar ese riesgo, todos serán más caros. Habrá menos viviendas a la venta, y costarán más dinero; para que los que paguen compensen las pérdidas de los que no lo hagan, y a los que no se pueda desahuciar. Ojalá no hubiera desahucios, pero solo conociendo el precio de prohibirlos podemos plantearnos si estamos dispuestos a pagarlo.

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