Desde que existe la Historia, todas las generaciones se han quejado amargamente del aciago fin de sus mejores días. Llevamos siglos quejándonos, cualquier tiempo pasado ... nos parece mejor. Sin embargo, la civilización occidental, con sus sombras, no ha dejado de avanzar. Si no están de acuerdo conmigo, plantéense: si pudieran nacer como una persona aleatoria (no vale elegir ser emperador) en cualquier siglo anterior, ¿quién preferiría haber nacido cien años atrás en vez de ahora? ¿Y doscientos? Pues eso. Y, si aún no lo ven claro, piensen que podrían haber nacido mujer.

Publicidad

Por eso, cuando me siento funesto y veo que nuestras instituciones se desmoronan –y, peor aún, que probablemente sea sin remedio– me obligo a plantearme si es solo que me estoy fosilizando. Sí, quizá, es un problema de adaptación, de considerar solo unos cambios –a peor–, ignorando otros cambios –a mejor–, que acaban compensando la situación. Probablemente sea así, y sin duda seguimos viviendo experiencias humanas históricas, como el logro de nuestras sociedades que han conseguido domeñar en meses una plaga que pudo haber sido una peste apocalíptica, habiéndola convertido, a día de hoy, en apenas un resfriado más. Sin embargo, el progreso no siempre es lineal. Ha habido tiempos oscuros y, aunque no creo que ninguno vaya a durar ahora cien años, el tema es que tampoco creo que vaya a durar yo un siglo más. Así que, por más que sea racionalmente optimista para las generaciones que siguen, somos las que ahora estamos por aquí las me preocupan un poco más, que dos décadas puede ser una preocupación suficiente.

Nos fuimos del pasado año con el Tribunal Constitucional quebrado y hemos vuelto con un nuevo Tribunal Constitucional en plena catarsis de progresismo: la politización era mala solo cuando eran fachas togados. Como ahora la mayoría de los magistrados del Tribunal están postrados bajo las órdenes del Gobierno, ya está todo solucionado. Aunque no se formule o reconozca así, es esa satisfacción silenciosa y cómplice de quienes sonríen cuando ven que los suyos ahora manejan el cotarro, lo que hace crecer la sombra que la mayoría alimenta.

En el ejemplo del Constitucional, la cuestión nunca fue que fueran progresistas o conservadores, sino que unos u otros acabaran convirtiéndose en meros vasallos del poder, en vez de un control del mismo. Apesebrados de alto nivel, lo que de siempre ha sido la corte. Ni son todos, ni nunca lo han sido, pero cada vez son más. Destino inevitable de un sistema podrido desde el principio por una absurda e ingenua confianza en unos partidos políticos que, por su propia naturaleza, solo ansían el poder. Si encargamos al zorro vigilar las gallinas, no podemos sorprendernos ni culparlo, cuando mueran una tras otra hasta el final.

Publicidad

No es, ni mucho menos, el único ejemplo. Personas que hasta ayer clamaban a los dioses por la justicia, pidiendo que se extraditara, juzgara y condenara a Puigdemont, hoy sonríen satisfechos, pensando en que a lo mejor se libra ahora con la desaparición de la sedición. Y no porque hayan perdonado de corazón al prófugo, como tampoco perdonaron a los condenados sexuales liberados por la reforma Sisí del Código Penal; sino porque cualquier cosa que perjudique al Gobierno se hace buena, más con las autonómicas a la vista.

No sé si alguna vez llegó a existir un respeto generalizado por las leyes, por el Estado de derecho y las libertades que nos da. Hoy, cada vez parece más claro que resultan sacrificios aceptables, o hasta necesarios. Si lo hacen los otros, es un golpe, es un atentado contra la democracia; pero si lo hacen los nuestros, es un hito, un logro a reivindicar desde nuestros valores. Para los más exigentes, nosotros lo hacemos solo porque no nos dejan más remedio, pues los otros lo hacen más y peor.

Publicidad

Hace años me preguntaban si acaso no temía que Podemos primero, y Vox después, acaso más de extremos que nuestros partidos tradicionales, irrumpieran en el escenario político español. No lo temí nunca, porque un partido no puede romper un sistema como el nuestro. Para eso hace falta mucho más que una minoría, por extrema que esta sea. Hace falta, de principio, una mayoría sumisa. Pero parece que hemos llegado más allá: desde la resignación descuidada hasta la participación cómplice y orgullosa. Y en esta absoluta confrontación, la construcción de cada frente está desarmando algunos de los instrumentos que durante décadas han controlado el poder, en esta frágil construcción que llamamos democracia. Si algún día se derrumba, no se preocupen, que no será por un golpe de la minoría. Será con el aplauso de la mayoría.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Primer mes por 1€

Publicidad