Tener razón no siempre es suficiente. A veces, ni siquiera merece la pena hacer valer la razón que se tenga. El silencio, hasta la retirada, ... puede resultar mejor estrategia que la confrontación. En Derecho, ya se sabe, que se dice que más vale un mal acuerdo que un buen pleito. Y, aunque a veces no es así –hay acuerdos malísimos y pleitos muy rentables–, el propio funcionamiento de la Justicia en España hace que el proceso judicial sea casi siempre un mal a soportar. El mejor de los resultados va precedido de esperas y desesperas, penitencia del que osa hacer valer su derecho, aunque tenga toda la razón.
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Es por eso, y también por cómo somos cada uno y como grupo social, que en muchas ocasiones decidimos dejarlo pasar. No solo cuando el ciudadano que no ha estudiado Derecho no sabe cuándo están cometiendo a su costa una ilegalidad. En muchas ocasiones, sí somos conscientes. Nos indignamos, nos quejamos y, enardecidos en nuestros derechos y en las injusticias de este mundo, finalmente lo dejamos pasar. Hay tan poco tiempo y tantos disgustos en esta vida, que nadie puede reprochárnoslo.
Por eso, siempre que haya alguien con poder mayor al nuestro al que solo el Derecho pueda sujetar, probará a imponerse aun en contra de la ley. Sabrá, sea una empresa privada o una institución pública, que, en muchos casos, la mayoría quizá, dará igual lo que dicten las leyes, porque los ciudadanos se van a conformar. Abusarán, quizá solo un poco cada vez, a través de las grietas de derechos que ha costado siglos alcanzar. Y nos quitarán lo que es nuestro.
Sin embargo, a veces, algunos no se conforman, y deciden luchar. No hace falta que sean buenos, ni justos, ni sabios; solo que estén dispuestos a demandar. Hasta un simple cabezota puede servirnos. El motivo es lo de menos. No irán a juicio por todos nosotros, sino por su propia frustración; pero si ganan, será una victoria que nos aproveche a todos los demás. Derechos que hoy se consideran universales, fundamentales, empezaron con un cabezota que no se rindió. Uno que luchó en primera instancia, y cuando no funcionó siguió en la Audiencia. Después fue al Supremo, al Constitucional y no cejó hasta que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea reconoció el derecho no para él solo, sino para toda la sociedad.
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Si tienen un instante, prueben a pensar en su propia situación. Quizá haya algo en lo que sepan que están abusando de ustedes. Puede ser el banco (muy probablemente será el banco). Pero quizá sea también la propia Administración, en cualquiera de sus manifestaciones (o en todas ellas). Acaso se trata del contrato de telecomunicaciones, de electricidad, o hasta una simple compra. Todo el mundo tiene algo. Saben, además, que ir a juicio por ese abuso seguramente no les merecerá la pena. Poco dinero, mucho esfuerzo. Es lo humano, y no puedo culpar a nadie de ello; como nadie puede culparme a mí cuando, como todos, también me dejo yo llevar.
Imaginen, por un momento, que decidieran luchar por sus derechos. Sueñen, además, que no solo lo hicieran ustedes, que fueran muchos más. A cualquiera con un mínimo de poder le resulta indiferente una demanda, pero cuando empiezan a acumularse, también comienzan a pesar. Al final, sea por acumulación, por suerte o por pericia, sería posible ganar. Que dejara de merecerles la pena el abuso, que le temieran las consecuencias de que muchos de los ahora indolentes les pudiera verdaderamente demandar. Una quimera. Porque es mucho más fácil, como en tantas otras cosas, quejarse, indignarse y, si acaso, esperar que lo hagan los demás. Ya vendrán otros y se ocuparán, que nosotros, siempre nosotros, bastante tenemos ya encima.
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De verdad que no culpo a nadie de ser humano. Pero sí querría que, al menos, fuésemos conscientes de serlo, y en qué medida. Hoy en día todos nos creemos implicados, pensamos que somos activistas por posicionarnos en las redes en cuestiones generales, a veces más hipotéticas que reales –cuando no directamente inventadas–. Pero, a la hora de la verdad, en lo poco en lo que podemos hacer, en lo que cabe una posibilidad, aun remota, aun costosa, de cambiar las cosas, casi nunca hacemos nada. Aunque impriman mil leyes que nos reconozcan derechos, estarían vacías si no las queremos empuñar. No hay mayor neutralidad, ni tibieza más grande, que la inacción. Ni tampoco muchas decisiones más nobles que las de defender el propio derecho, que es el de todos también.
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