El (pos)fascismo ya está aquí
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Como ha sucedido con Hungría, el radicalismo de Meloni no tardará en emerger y en abrir un boquete en el centro de la Unión EuropeaMAPAS SIN MUNDO ·
Como ha sucedido con Hungría, el radicalismo de Meloni no tardará en emerger y en abrir un boquete en el centro de la Unión EuropeaLos pronósticos se cumplieron y la ultraderechista Giorgia Meloni ganó las elecciones italianas. La herencia fascista se ha instalado en el corazón de la Unión ... Europea con una naturalidad que, en sí misma, constituye un síntoma de la fatal deriva de Occidente. El día posterior a los comicios, las tertulias y los artículos de opinión mostraban su estupor por que esto sucediera cien años después de que Mussolini organizara la Marcha sobre Roma y fuera nombrado presidente del Consejo de Ministros. Pero detengámonos en este 'estupor'. Pareciera que las reacciones de temor y de repulsa ante el avance de la ultraderecha han terminado por convertirse en una suerte de protocolo, de compromiso cívico por el que hay que pasar de puntillas para que los que se sienten demócratas no sean acusados de connivencia con la retórica fascista. Mientras la historia avanza inexorablemente, los críticos con su deriva pierden oxígeno y deciden economizar sus gestos de denuncia para circunscribirlos a los 'grandes momentos' –es decir: a las noches de derrota, a los días de resaca, a la entonación estratégica de un 'mea culpa'–. Pero, tras estas 'performances' obligadas, el monstruo es de inmediato normalizado y se convierte en un animal exótico al cual solo hay que vigilar de reojo. De hecho, desde el mismo momento en que se conoció la victoria de Meloni, lo que debería haber sido calificado como un triunfo del fascismo se convirtió, por arte de magia, en un éxito de la «coalición de derechas» o, incluso, de la «derecha dura».
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Los eufemismos son la anestesia con la que dulcificamos la pérdida de nuestras libertades. Emplear fórmulas como «coalición de derechas» o «derecha dura» es un claro indicio de nuestra resistencia a contemplar cara a cara la realidad. Pensamos que, por nombrar descafeinadamente a la bestia, la vamos a domesticar. Berlusconi ya representaba un populismo de derechas que rápidamente fue subsumido por la grasa piel de la Unión Europea. Luego llegó la ultraderecha xenófoba y racista de Salvini que marcaba el límite superior del radicalismo en el mapa europeo. Y, finalmente, y tras la irrupción de Meloni, Berlusconi y Salvini han pasado a constituir una 'derecha moderada' que pretende embridar a la lideresa de Hermanos de Italia. Nos acostumbramos rápidamente a lo peor y nos atrincheramos en la idea –completamente ingenua– de que, en la Europa del siglo XXI, no se pueden repetir los horrores impulsados por Mussolini y Hitler. Tres meses después de que Meloni proclamara –con espumarajos en la boca– su xenofobia, racismo, homofobia y antifeminismo, la candidez europea se muestra proclive a creer su disposición a gobernar para todos los italianos. No en vano, el pasado miércoles se saludó con repiques de campanas el pacto que, en Italia, se había producido para calmar a la Unión Europea, y que se traducía en un aval de Draghi a Meloni. La ultraderechista se comprometía, entre otras cosas, a apoyar a Ucrania y permanecer en la UE. Que la presidenta de la tercera potencia europea refrende su apoyo a Ucrania y a Europa es un hecho que, lejos de calmarnos, debería sumirnos en el pánico. Por poner un símil, es como cuando un presidente de un club de fútbol confirma a un entrenador –no cabe duda de que será cesado en breve–. Como recién llegada al poder, sus primeros movimientos serán cuidadosos a fin de no romper ningún objeto de la «casa democrática». Pero, como ha sucedido con Hungría, el radicalismo de Meloni no tardará en emerger y en abrir un boquete en el centro de la Unión Europea.
El término 'posfascismo' ha sido acuñado para definir una situación que es, al mismo tiempo, cronológica y política: 'cronológica', en la medida en que se refiere a movimientos que han surgido con posterioridad al fascismo; y 'política' en tanto que tales corrientes no se pueden definir por medio de su comparación con los fascismos clásicos, y determinan, por tanto, un territorio intermedio. A mi entender, esa posición 'intermedia' del posfascismo no constituye un atenuante o elemento de moderación con respecto a los fascismos clásicos, sino un régimen de temporalidad diferente que, a la postre, puede revelarse como más pernicioso si cabe en términos globales.
En efecto, el historiador François Hartog diferencia tres regímenes de temporalidad: el que se fundamenta en la autoridad del pasado y abarca desde la antigüedad clásica hasta finales del siglo XVIII; el que se enfoca hacia el futuro –que se extendería hasta finales del siglo XX–; y el actual, regido por un 'presentismo' que nos impide proyectar más allá. Pues bien, el fascismo –en tanto que vástago de la modernidad– es un movimiento que pretende convertir el pasado en utopía –esto es, en aspiración de un futuro ineludible y determinado históricamente–. Sin embargo, el posfascismo, surgido en este tiempo caracterizado por el ensimismamiento absoluto en el presente, no contempla el futuro como un horizonte de realización y lo confía todo a un «ahora totalitario». No es de extrañar, en este sentido, que los posfascismos –Meloni, Vox, Trump– nieguen el cambio climático o que –como es el caso de Putin– no parezca temblarle el pulso a la hora de apretar el botón nuclear y borrar la vida de la faz de la Tierra. Desde un punto de vista temporal, el nihilismo del posfascismo es mucho mayor que el de los fascismos clásicos; circunstancia esta que lo convierte en una amenaza de proporciones incalculables para la humanidad.
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