Quedan pocas imágenes –imágenes que de verdad importen– que sigan quemando minutos u horas después de haber sido vistas. El 2 de septiembre de 2015, ... una fotografía conmovió a la sociedad internacional: la del pequeño sirio de tres años Aylan Kurdi, cuyo cadáver apareció en la arena de una playa turca. Bastaron unas pocas horas para que, a raíz de la toma de conciencia colectiva causada por esta imagen, los que antes eran denominados –en términos casi despectivos– como 'inmigrantes' pasaran a ser considerados como 'refugiados'. Tras este fogonazo de horror, muy poco más. Años de millones de imágenes diarias, pero ciegos al dolor que nos rodeaba. Y he aquí que, en medio de la crisis fronteriza con Marruecos, el pasado martes 18 de mayo de 2021, otra fotografía sacudió a la sociedad española: un submarinista de la Guardia Civil acababa de rescatar a un bebé de dos meses de las aguas. Estaba pálido y rígido por el frío. Iba vestido con la ropa apropiada para acostarse en una cuna o pasear en un carricoche. Pero no: estaba empapado de agua, en medio del mar, encarnando una pequeña y frágil humanidad brutalmente descontextualizada. El policía –ayudado de un salvavidas– lo levantaba con sus dos brazos para impedir que su cuerpo se hundiera. Cada uno de estos brazos era tan grande como el cuerpo del bebé. El contraste conmovía por las dimensiones éticas que de él se derivaban: toda la fuerza física y emocional de aquel cuerpo adulto y atlético estaba puesta al servicio del más endeble de los seres –un bebé que solo sabía sentir frío–.
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Cuando esta fotografía comenzó a circular, la geopolítica murió. Probablemente todos los análisis generados a posteriori ya no fueran más que un suplemento lingüístico que poco podía aportar a la mezcla de horror y de esperanza impresa en dicho documento gráfico. Lo que esta imagen consiguió transmitir, como ninguna otra, era el espíritu de una 'política del cuidado' que, por encima de cualquier otro factor, imperaba en todos aquellos militares, policías y voluntarios de ONG que trabajaban hasta la extenuación en la playa de El Tarajal. Quizás se trate de una de esas escasas veces en las que te sientes plenamente orgulloso de tu país. La frontera –articulada habitualmente como una línea de fuerza y de exclusión, como un lugar en el que imperan los códigos de seguridad y, por el contrario, escasean los sentimientos humanitarios– se convirtió en una estrecha franja de mar y tierra en la que los más desfavorecidos eran abrazados al llegar. Es cierto que se trató de un simple gesto, que, más allá de arropar con una manta y dar de beber, poco se podía hacer. Pero este 'poco' resultó suficiente para hacer surgir, en una frontera tensionada por la mercantilización de la carne del Gobierno marroquí, una 'política del cuidado' en la que asentar la identidad y la cultura de un país.
Hasta aquí todo perfecto. El problema es que, frente a este paradigma de gestión de la crisis fronteriza de Ceuta basado en el cuidado y la acogida de los otros, creció en paralelo una corriente de opinión que exigía una militarización del conflicto. A la ciudad norteafricana llegó Santiago Abascal, con los testículos hinchados, y exigiendo al Gobierno central armas y muros. Vox comenzó a exigir una «respuesta contundente» y a calificar de cobarde a Pedro Sánchez. Frente a la 'política del cuidado' –que ponía toda la fuerza de policías y militares al servicio de la supervivencia de los más débiles–, la ultraderecha exigía dirigir dicha fuerza contra los «invasores». Porque, desde un principio, el concepto de 'invasión' comenzó a convertirse en la simplificación xenófoba elegida por los extremistas para calificar a miles de niños y jóvenes, que llegaban casi desnudos a la playa de El Tarajal. Especialmente alarmante fue el abuso que de este término realizó el presidente de Ceuta, Juan Jesús Vivas, quien, durante la mañana del martes 18, se paseó por los medios de comunicación de todo el país apostillando cada una de sus frases con la palabra «invasión». El caldo de cultivo generado por este nacionalismo racista sirvió de bebedero para algunos de los comentarios más inicuos y supremacistas que se hayan proferido en la historia reciente de España. La publicista Cristina Seguí acompañó el vídeo de un subsahariano abrazado exhausto a una cooperante de Cruz Roja con el siguiente comentario en Twitter: «Pocas imágenes reflejan mejor la decadencia moral de esta gente y sus discursos buenistas. Oenegista abrazando a un ilegal tras pasar 4 min en las 'gélidas' aguas mediterráneas, y él aprovechando la turgencia de sus senos...». La intención era clara: deshumanizar al extremo a la víctima para convertirla en pasto de la violencia supremacista. Querámoslo o no interpretarlo de ese modo, se trata del mismo procedimiento empleado por los nazis.
España, en estos momentos, es capaz de lo mejor y de lo peor –o por emplear una expresión más exacta: de las actitudes éticas más reconfortantes y del más inimaginable de los discursos del odio–. Nadie, absolutamente, que venga a este país huyendo de la miseria o del horror de la guerra es una amenaza para España. Los que dicen practicar el humanismo cristiano y luego vuelcan toda su bilis con los más débiles se lo deberían hacer mirar. No son patriotas; son carniceros. Su paranoia nacionalista los convierte en un motivo de descrédito para este país. Menos actitudes militaristas y más 'políticas del cuidado'.
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