Polarización y odio
MAPAS SIN MUNDO ·
Si hay un reto al que tiene que enfrentarse con urgencia la política actual, este no es otro que el de una responsable gestión del lenguajeMAPAS SIN MUNDO ·
Si hay un reto al que tiene que enfrentarse con urgencia la política actual, este no es otro que el de una responsable gestión del lenguajeHace unos días se dio a conocer la memoria anual de la Fiscalía General del Estado, en la que se reflejaba que, en 2021, aumentaron ... un 27% los delitos de odio y discriminación. Las causas que identificaba el Ministerio Público para este crecimiento tan significativo eran el confinamiento provocado por la pandemia y la polarización y radicalización políticas que vive la sociedad española. En relación con este segundo factor, dicha memoria señala que «la palabra precede a la acción» y que «la creación de un clima de hostilidad, odio o rechazo hacia los colectivos favorece que, más tarde, se ejecuten acciones violentas contra las personas individuales». El reconocimiento de que el lenguaje construye la realidad no pretende refrendar la tesis central del pensamiento posestructuralista, sino visibilizar el hilo que cose una casuística cada vez más peligrosamente extensa: cada palabra importa y, en los últimos tiempos, genera una disposición hacia la evidencia. Si hay un reto al que tiene que enfrentarse con urgencia la política actual, este no es otro que el de una responsable gestión del lenguaje. Y no exagero: más incluso que la economía o cualquier tipo de política social, la mayor urgencia, en el momento presente, es cuidar al máximo las palabras que se emplean con el fin de evitar la insoportable polarización reinante y, por ende, sus imprevisibles consecuencias. Porque lo que está en juego no es el margen de poder de unas siglas o un determinado programa político, sino el sistema mismo que regula nuestra convivencia. Puede existir disenso y conflicto entre las diferentes opciones políticas, pero lo que no nos podemos permitir por mucho tiempo más es que haya incompatibilidad absoluta entre formaciones democráticas. Si la democracia es el régimen que posibilita el consenso y la convivencia de lo diverso, y, en estos momentos, dicho consenso está bloqueado por la extrema polarización reinante, entonces es fácil concluir que nuestro sistema democrático no es que atraviese un periodo insano, sino que evidencia los síntomas de una enfermedad que puede llegar a resultar mortal.
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La polarización no es un problema exclusivamente español, sino un síntoma global que cada vez conoce menos excepciones. La sociedad norteamericana jamás ha estado tan rota en dos bandos: los republicanos y los norteamericanos. En el conjunto de la Unión Europea la distancia entre las diversas opciones ideológicas se amplía hasta abrir abismos insuperables entre ellas. Pero, en este contexto de escala planetaria, el caso español sobresale negativamente. España se encuentra entre los países donde se da una mayor polarización afectiva del mundo. Y la conciencia de vivir en una sociedad radicalizada es algo que ha impregnado en la percepción que los ciudadanos tienen de su país. De hecho, en un estudio de campo a nivel global realizado en 2018 por la empresa demoscópica IPSOS, se concluyó que el 59% de los encuestados consideraban que su país estaba más dividido que diez años atrás. Este porcentaje era sensiblemente mayor en los territorios desarrollados y, por delante de todos ellos, en España, donde un 77% de los encuestados eran conscientes de la polarización de nuestra vida pública.
Se podrá objetar –en un intento por restar dramatismo a este diagnóstico– que, en España, el enconamiento entre derecha e izquierda siempre ha sido notable y que, en términos generales, el porcentaje de población que deposita su voto en una opción ideológica u otra apenas ha variado en las dos últimas décadas. Sin embargo, el factor negativo que ha acelerado el proceso de polarización de la sociedad española durante la última década es la pérdida de consenso sobre cuestiones que, años atrás, eran asumidas indistintamente por progresistas y conservadores: inmigración, multiculturalismo, integración europea, confianza en el Parlamento o legitimidad del Gobierno. Con la entrada en juego de los extremismos, estos asuntos han dejado de ser transversales para transformarse en vertederos de odio. Hemos llegado a tal punto que cualquier persona que hable de derechos humanos se tiene que expresar –consciente o inconscientemente– a la defensiva, puesto que siempre hay un sector de la población que se siente agredido o provocado ideológicamente.
El pasado miércoles –sin ir mas lejos– publiqué un tuit acerca de la cruel muerte de la perra 'Lola', en Campos del Río. Me limité a lamentar tal hecho y a elogiar la respuesta del Ayuntamiento. Entre los comentarios que recibí, había uno que comenzaba del siguiente modo: «Los animalistas me dais asco». La situación es tal que sentir horror por la muerte violenta de una perra suscita odio en terceras personas. Ya no queda un espacio neutro, a salvo de la polarización y de los odios exacerbados que esta provoca. Cada individuo vive en una burbuja en la que todos los mensajes que recibe están cortados por el patrón de su propia ideología, de suerte que, cuando alguien se expresa con un matiz diferente a como manda su ortodoxia, enseguida es etiquetado como enemigo. Los puentes han volado y el diálogo ha perdido su lugar –es, literalmente, una utopía–. Ya no se vive a favor de nada –ni siquiera de las propias ideas–, sino en contra. Las vidas de los otros son puros medios para la propagación de nuestros odios. Si la explotación ideológica de cadáveres permite arañar unos cuantos votos, actuemos como buitres –qué más da–. Los de cada bando se espolean entre sí sin importar lo que se diga y las víctimas causadas por sus palabras. Se creen héroes y pequeños dioses, pero solo son pobres personas.
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