Esto no es una crítica, aunque podría serlo. Una crítica positiva, constructiva. Pero eso me convertiría en crítico. Podría ser crítico, porque tengo capacidad para valorar, opinar, analizar y enjuiciar algunas cuestiones, entre ellas, las culinarias.
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Son muchos años de barra, mesa y mantel, para ... saber discernir, perfectamente, entre un caballito del montón y un caballito de cigala con la tempura perfecta. Entre una vulgar brandada y un meloso bacalao enmantecado. Entre un triste boquerón avinagrado y un boquerón fresco y terso, alegre de limón y con notas de romero. Entre un bonito en salazón y un bonito al momento curado con hojas de alga kombu.
Pero este periódico tiene en Sergio Gallego y Pachi Larrosa a dos excelentes profesionales que ejercen con rigor, y hasta con poética, la noble crítica gastronómica, tan necesaria para guiar a los lectores, como para servir de acicate a unos chefs que corren el riesgo de acostumbrarse a tanto 'like'.
Hacía mucho que no veía a Samuel Ruiz, desde los tiempos de Kome, mucho antes de la pandemia. Recuerdo grandes momentos en su barra con mi pareja, con mis hijos, y con mis amigos. Recuerdo muchos sabores y texturas. Las viejas ollas en ebullición, la pequeña barbacoa en la que dormitaban las papadas. Recuerdo, con absoluta nitidez, los boquerones rellenos con ciruela japonesa, y un puñado de platos brillantes y complejos en su aparente sencillez.
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Recuerdo ejercer de anfitrión para mucha gente que no sabía, que no conocía la existencia de aquel lugar recóndito, o que, simplemente, hacían parada en Murcia y me preguntaban por un lugar «diferente» donde picar algo.
Recuerdo ver las colas en la puerta, un hecho insólito en una ciudad poco dada a la espera que requiere aquello que es valioso y limitado.
Recuerdo la mutación de la taberna japonesa a bistró con aires modernos. La lucha del gusano de seda por convertirse en crisálida. Recuerdo el conflicto interior de Samuel, su permanente frustración. El dolor profundo que provoca una autoexigencia casi enfermiza. La huella del tedio y la monotonía. Recuerdo hablar con él de la búsqueda de la felicidad. Una felicidad que aquel repentino éxito no le provocaba.
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Es imposible que un cocinero haga feliz a sus comensales si en él no habita la convicción de que aquello que hace le colma y le llena. Un cocinero infeliz puede intentar engañar al comensal con su conocimiento y su técnica, pero no logrará nunca emocionar, porque la emoción culinaria es un instante de belleza, que solo lo posibilita un estado de gracia en el que la felicidad es el principal ingrediente.
Juan Bayén, más conocido como Juanito, ha ejercido su oficio durante 75 años al frente del mítico bar Pinoxo.
Ubicado en el Mercado La Boquería, es refugio y lugar de parada obligatoria para los clientes, tenderos y proveedores que pueblan uno de los mercados más vivos y singulares del mundo. Lo es, también, para turistas cansados de andar y para vecinos cansados de ver turistas. Para taxistas que se quejan del tráfico, y para los mossos que lo dirigen. Por supuesto, lo es para las prostitutas del Raval, que desayunan antes de regresar a casa después de una noche de perros, y para los estraperlistas que esperan a que se llenen Las Ramblas. Pero, sobre todo, Pinoxo es el bar favorito de los cocineros, que acuden temprano al mercado para comprar el género con el cual obrarán su milagro diario en forma de platos.
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Juanito los atiende a todos por igual, sin prejuicios ni reservas. A Juanito le da lo mismo si eres puta o el inventor de la cocina tecnoemocional. A Juanito lo único que le importa es que seas feliz, y para eso, se empeña en serlo él. Cultiva, entrena su felicidad a diario, autoconvenciéndose de que su trabajo, su clientela, y sus escasos metros de barra son lo mejor del mundo. Y sonríe, desde que levanta la persiana, hasta que la baja. A Juanito le han tentado con dinero, con franquicias y galones, pero él conoce la receta de la felicidad, y sabe que la clave está, precisamente, en la honestidad que representan esa barra y los que la llenan.
Hoy me he encontrado con Samuel Ruiz. Regenta, junto a su cuñado y fiel compañero de andaduras, un humilde bar, en la esquina trasera del Mercado de Verónicas.
Su vieja chaquetilla de Kome cuelga de la fachada, y en el interior, una foto suya junto a Ferran Adrià, Juli Soler, Pedro Subijana y Juan Mari Arzak, nos recuerdan que la persona que atiende tras la barra es un cocinero con destreza y conocimiento. Pero eso ya lo sabía.
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Lo que no sabía es que ahora, por fin, Samuel ha encontrado la felicidad y, con ella, la de todo aquel que cruce las puertas de su bar.
Y eso no merece una crítica, merece una oda.
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