Dicen que el Rey Juan Carlos tiene una hija secreta, de nombre Alejandra. Con tantos detalles que ya todo el mundo deduce que es Alejandra ... Rojas, hija de una aristócrata y muy conectada con la Familia Real. Yo no sé si se acuerda usted de esto que le voy a contar, pero cuando éramos jóvenes en los mentideros de la villa se hablaba de otro hijo secreto que había fallecido en un accidente de moto y que provocó que el entonces Rey vistiera de luto no sé cuánto tiempo. Nunca nadie le vio con una corbata negra, pero se conoce que lloraba en la intimidad.

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El cotilleo es la base de la civilización occidental, y mucho más en el sur de España donde las tertulias al aire libre constituyen el elemento costumbrista de mayor valor que podemos ofrecer y exportar al mundo. Es divertido como novela romántica o como ficción turca imaginar que en la realeza hay escándalo y perversión, mucho más aún si constatamos que es verdad. Ni el mejor guionista habría escrito la ruptura de cadera en Botsuana con un «lo siento, no volverá a ocurrir», o Urdangarín entrando en prisión y la Infanta Cristina haciendo el paseíllo por los juzgados de Palma y la prisión de Ávila para ser inmediatamente después abandonada por una cualquiera.

La monarquía es el sustento de gran parte de lo que hoy es España, y es lógico que se les exija la rectitud propia de quien lleva sobre sus hombros la responsabilidad de consagrar la unidad de la nación como su símbolo más importante de continuidad y prestigio. Pero la Familia Real, que debe ser regia en el sentido más polisémico de la palabra, también es una familia compuesta por personas que no merecen que en todas las tertulias de España haya un comentarista cualquiera comprando la primera chatarra averiada que venda una tal Corinna despechada.

Hace unos días asistí a la presentación del libro de María Zurita, la prima del Rey Felipe VI, y Mariló Montero hizo una reflexión que a pesar de ser obvia no por ello es menos trascendental: es impresentable que haya personas riéndose de cómo un octogenario baja las escaleras por mucho que ese anciano haya sido rey. Ha habido un momento en nuestra historia que hemos abandonado el cortesanismo para transformarnos inmediatamente en maleducados, porque burlarse de un señor mayor implica burlarse de un señor mayor sea quien sea el hombre en cuestión. Es el mismo caso que en el documental de Évole de la charla del Papa con un grupo de jóvenes, en el que uno le pregunta al Santo Padre si le puede tratar de tú. A un señor de casi 90 años se le trata con respeto y de usted, sea cual sea la importancia, el valor o el desprecio que se le tenga a la Iglesia. La mala educación nunca puede ser sinónimo de ser disruptivo, y en España de repente lo es.

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Hay opiniones de todo tipo al respecto del reinado del Rey Juan Carlos, particularmente de su última etapa. Les doy la mía antes de seguir: ninguno de sus errores apaga la inmensa luz de todos sus aciertos. Pero incluso creyendo lo radicalmente opuesto, el grado de linchamiento al que se somete a un anciano que ha dedicado toda su vida a servir a España es de un bochorno apabullante. Que se vaya a obligar a morir a un señor mayor en el exilio solo porque su presencia le incomoda a un Gobierno rastrero y un grupo de nadies enfadados mucho y muy fuerte porque mientras haya Rey habrá España es, sencillamente, desolador.

La opinión pública es una máquina de encumbrar personas, pero también de triturarlas. A ellas y a sus entornos, a sus amigos y a sus familias. La casa Borbón tiene una responsabilidad moral con España y obviamente no se pueden juzgar sus acciones con el mismo baremo con el que nos tratan a usted o a mí, que no somos nadie. Pero ya basta de enterrar en vida a un rey, a un servidor público, y sobre todo a un anciano que no merece el odio visceral de todos aquellos que matarían por haber tenido un segundo de su vida la valentía y el honor de Don Juan Carlos de Borbón.

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Un poquito más de educación y un poquito menos de revolución desde el sofá. Ya empieza a dar demasiada vergüenza ajena todo esto.

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