Convivir con mascotas es un fenómeno enraizado en nuestra sociedad. Hasta el punto de que algunas estadísticas señalan que esta relación se da en casi la mitad de los hogares. Hablamos principalmente del caso habitual de gatos o perros. Conviene matizar este aspecto ya que ... de todo hay, pues nos enteramos con sorpresa del hallazgo en algunos domicilios de una variada fauna, insólita tanto por su propia naturaleza como por su ubicación en lugares poco acordes para determinados animales. O por el frecuente decomiso, en un floreciente tráfico ilegal, de especies exóticas prohibidas. Puestos en plan exquisito, cabría precisar el concepto de lo que entendemos como mascotas, que no es otro que aquellos animales que procuran una compañía y se considera que guardan una relación de afecto con quienes conviven.
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En la circunstancia común de los perros se aprecia una evolución en el tiempo, con un significativo cambio generacional hacia una convivencia armónica y civilizada. Hasta no hace tanto, cohabitar con un perro se tenía como propio de otros entornos culturales. Casi como un capricho algo sofisticado de clases sociales pudientes. Esta idea, por lo que se aprecia, ha cambiado sobremanera, puesto que esa relación se ha popularizado en gran medida. Es destacable señalar que, durante los paseos al atardecer por distintos rincones ciudadanos, lo insólito es deambular sin acompañante perruno. Los motivos para esta novedad tienen su lógica en razón de los avances económicos y sociales. Frescas aún en la memoria de varias generaciones –si nos remontamos a la segunda mitad de pasado siglo– queda otro tipo de preocupación, cuando nos atenazaban problemas de subsistencia elementales. Recientes en el país los estragos de la Guerra Civil, con la terrible hambruna subsiguiente, pocos estaban en condiciones de ocuparse de tener aún más bocas que alimentar.
El trato con los animales se asumía de modo diferente, en una sociedad de estirpe eminentemente rural. Con la imagen representativa –aceptada sin suscitar el menor interés– de no pocos perros famélicos, sueltos o en manada, vagando sin rumbo por las polvorientas calles, en un escenario de grisura. En esa vida popular, callejera en gran medida, los perros compartían espacio con una notable cantidad de gatos. Eran estos últimos acogidos asimismo con absoluta indiferencia, que contrasta con la entrañable dedicación actual de personas altruistas, depositando alimentos y cuencos con agua para los escasos ejemplares que persisten, en campo, huerta y núcleos habitados. Ahora sería absolutamente rechazable y motivo de agria censura, que estos gatos fueran blanco como antaño de un sinfín de travesuras infantiles. Estamos hablando de una época en la que, de manera natural, se vivía en estrecho contacto con la naturaleza. Hay una nostalgia teñida de marrón sepia a la que añadir, entre tantas, la desaparición de nidos de golondrinas en los aleros de los tejados. O contemplar bandadas de gorriones y vencejos surcando el cielo.
¿Pero cómo influye esta cohabitación entre mascotas y seres humanos en un asunto tan principal como es la salud? Estamos de acuerdo en que, sin duda, depara beneficios tangibles tanto para el estado mental como para el físico. Dando por supuesto el hecho obvio de observar las preceptivas normas de sanidad veterinaria. Las mascotas, los perros, son fuente de satisfacción, ya que su disfrute está asociado a una mayor sensación de bienestar, pues mitiga la soledad, esa lacra descomunal del tiempo presente. Se ha demostrado, cuando eso ocurre, lo gratificante de compartir el espacio de cada uno. Según algunas investigaciones científicas, la compañía libera endorfinas cerebrales responsables de emociones positivas. Son sustancias cuya acción repercute sobre parámetros tales como la presión arterial, provocando una menor respuesta a las situaciones de estrés social e incluso normalizando las cifras de azúcar y colesterol. Es evidente que también el plano físico es importante, dada la necesidad de salir a pasear con cierta asiduidad, lo que obliga a practicar ejercicio de modo regular, mejorando la movilidad.
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Si bien recalcamos los beneficios sobre la salud, no cabe obviar pequeños inconvenientes. Me refiero a los arañazos y la posibilidad de infectarse. O a los tropiezos y enredos, de manera fortuita, con los cánidos o con los arneses causantes de fracturas. Peor son los resbalones generalizados si no se recogen, como es preceptivo, los excrementos, mostrando una dejadez incívica que provoca una penosa impresión visual y también olfativa. Más la posibilidad de mordeduras en razas consideradas peligrosas, sujetas a medidas de protección específicas, cuando se camina por lugares abiertos y concurridos.
Son estas satisfacciones perrunas que, ante el fin de las restricciones y en busca de nuevos horizontes de descanso, esperemos que no se acompañen de su abandono. Como señala el anuncio: ellos nunca lo harían.
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