Hace unas semanas compareció en el Congreso el espía del siglo, Villarejo, y soltó una bomba fétida, acerca de una supuesta conspiración para 'moderar' la libido del, entonces, rey de España Juan Carlos I. Una circunstancia curiosa porque a los jóvenes soldados de reemplazo se ... nos hacía lo mismo en la mili. Se decía lo que nos iguala «por abajo» con el rey. Era lo que faltaba para terminar de colmar el vaso de los disparates asociados al monarca que enamoró a los republicanos. Este bulo del villano –aunque fuera verdadero– viene a minar un poco más la reputación del que prometía ser el mejor de los Borbones: un rey entregado a la causa de la nación y su pueblo.

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Quien propusiera el asunto pretendería evitar así un reguero de bastardos y, sobre todo, un reguero de potenciales amantes amenazadoras. Amantes que, incluida a la que llamaba «'my girl'», no nos han defraudado con su deslealtad. Esta declaración chusca ha dado en hueso español, el hueso de los seres ficticios que somos, en contraste a la realidad 'real' de los que articulaban con sus dinastías la gran Historia, pues nos da exactamente igual qué hacía el rey con su 'espada' –un artilugio que, por lo oído, este monarca guardaba a menudo en vaina ajena–.

En efecto, para su suerte, el español varón siempre ha sido tolerante con los asuntos de sexo, que comprende, si no envidia. Por lo que no creo que sus andanzas amorosas ocupen más de una línea en su biografía futura, dado que se produjeron en tiempos muy liberales y sin repercusión dinástica. Indiferencia que contrasta con el puritanismo en la cumbre que le ha costado una abdicación que, seguramente, siempre le habrá parecido prematura, a pesar del beso en la mejilla que la reina Sofía le dio en el balcón del palacio real por hacer rey a su hijo.

Muy distinta ha sido la actitud popular ante la falta de escrúpulos con el dinero. Por eso, qué decir de sus acciones de prestidigitación financiera en tiempos tan sensibles a la corrupción y a la elusión de capitales. Pues lo más benevolente que se me ocurre es que nuestro rey se consideraba un pordiosero entre los suyos, los seres reales. Vivir a cuerpo de rey es caro. Y estoy convencido de que la mala cara de nuestro, por otra parte, providencial rey Juan Carlos I, se debe a que cree firmemente que el sueldo que se le pagaba era una ridiculez para alguien real. Que tal situación le impedía mostrar dignamente la majestad asociada a su cargo y aumentaba su desprecio por la racanería constitucional de los españoles, esos seres ficticios, decíamos, que nunca habrían entendido ni la gran Historia ni sus servidumbres. Creo que está ofendido y que le parece mentira que lo hayamos tratado así. Probablemente no pida perdón, sino que lo exija en su fuero interno. Sus paseos en el exilio estarán llenos de amargura porque sus méritos políticos, quién los puede negar, hayan sido correspondidos con esta falta de discreción que nos lleva a desvelar sus 'inocentes' prácticas comisionistas para hacerse con una fortuna.

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Alguien debería hacerle ver que, en efecto, los reyes de antaño se apoderaban del dinero de los adversarios o del común (Augusto con Cicerón o Leopoldo II con el Congo), pero que era porque no había democracia, prensa libre, ni redes sociales. Una libertad que él contribuyó decisivamente a proporcionarnos y que, al cabo, lo ha dejado desnudo ante la mirada de niños y adultos.

Sea como sea, las disipaciones de nuestro rey han traído de nuevo a la discusión nacional el compulsivo tema de la república como sistema de gobierno aún no experimentado con serenidad por los españoles porque, en ausencia de la clave de arco divina, el rey es el último recurso de la necesidad que media España tiene de contar con un referente conservado en su pureza fuera del alcance de todos, excepto de sí mismo. En este sentido Juan Carlos I ha muerto en vida, pues ha jugado a ser un rey de los de antaño en tiempos poco tolerantes con la ausencia de ejemplaridad.

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Mi propuesta para esta lacerante situación sería alojarlo en Yuste, como hizo su ilustre predecesor, el emperador Carlos V, hasta que se extinga en la perplejidad que le debe producir el cómo se han invertido los papeles al disolverse la realeza en figuras ficcionales (de prensa rosa), mientras la ciudadanía emerge como realidad tangible. Perplejidad agravada por haber sido un rey fronterizo entre la realeza tradicional saqueadora y la moderna funcionarial y a sueldo, como la de su hijo y nieta, cuya fortuna solo podrá basarse en el plebeyo ahorro.

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