Elogio del Tour de Francia
Apuntes desde la Bastilla ·
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Apuntes desde la Bastilla ·
La carrera francesa no es solo una competición. Significa una forma de estar en el mundo, un estilo de vidaNo hay mayor belleza en el mundo que el Tour de Francia. Escribo exento de metáforas, grandilocuencias y apasionamientos. La carrera francesa no es solamente una competición deportiva. Abstengámonos de banalidades. Significa una forma de estar en el mundo, un estilo de vida que aparece ... en las siestas mediterráneas cuando empieza el mes de julio y anuncia con armonía de orquesta que se ha inaugurado el verano. El Tour es la sal en las heridas, una victoria de Samotracia erguida, el descanso del guerrero, el aroma de las vacaciones y el colofón de las grandes comidas. Es el sueño entrevelado por un ventilador, el rumor de las olas distantes, el proyecto de un futuro viaje –mira qué bonita es Avignon, algún día tendremos que ir al sur de Francia; Normandía, en estas fechas, debe de ser preciosa–, todo unido en la cadencia de la pedalada.
Precisamente porque el Tour se diluye en los primeros recuerdos de la infancia, este que escribe guarda los mejores recuerdos de su vida delante de la pantalla del televisor. La carrera ciclista anunciaba el inicio de las vacaciones de mis padres, la promesa de grandes viajes en coche, la casa de los abuelos en Águilas, las comidas familiares cuando todos los miembros estaban fuertes y sanos y la muerte no era más que aquella consecuencia apartada de la mente que le ocurría a los demás. El final de cada etapa inauguraba el inicio de la tarde, el tiempo de la playa, cuando el calor había remitido un poco. Mientras Indurain se quedaba en el puerto de Larrau y ponía fin a la monarquía absoluta del ciclismo, mis amigos y yo corríamos a montar nuestras bicis para escalar las rampas tourmalesianas del Hornillo, en un tiempo prehistórico donde no existían centros comerciales ni urbanizaciones de lujo y el mar, lo juro, era más azul de lo que lo es hoy.
El Tour me ha acompañado todas las etapas de mi vida. Por ella he defendido el palmo de patriotismo que le queda a mis veranos, discutiendo con mi madre sobre la primacía del ciclismo ante cualquier telenovela atemporal. El ciclismo televisado es soledad, pero también complicidad. Un ejercicio exigente que dura horas donde las etapas se estiran como acordeones y se concentran en los últimos kilómetros la batalla de las Termópilas, Waterloo y la expedición de los diez mil de Jenofonte, cuando los ciclistas logran fugarse del pelotón. Estoy absolutamente seguro de que el Tour de Francia responde a la misma esencia de la cultura clásica, con sus héroes de carne y hueso que se duelen, que se caen, con caballos de Troya entrando en las ciudades y haciéndolas arder de recogimiento. Es una procesión de panateneas que moviliza al mundo y lo detiene en el preciso momento en el que un ciclista decide arrancar al inicio de un puerto. Ahí el mundo detiene la respiración, mientras los padres perfilan su siesta y los niños sueñan entre Aquiles y Pogacar.
Ahora leo en voz alta las montañas del Olimpo sagrado: el Tourmalet, el Galibier, el Mont Ventoux, desde donde Petrarca exhaló su amor por Italia en el primer ejercicio de alpinismo escrito. Montañas que retuercen su trazado y forman un alfabeto de dolor y heroicidad mientras en los hogares mediterráneos la cotidianidad marca la hora de la siesta, el final de una comida alargada con licor o los sonidos de la radio en el inicio de un viaje. El Tour adquiere, por eso mismo, una elegancia imperecedera. Se impone a nuestro día a día. Acompaña desde tiempos inmemoriales al ser humano en su disfrute y esparcimiento. Es una forma elegante que tiene el tiempo de recordarnos que podemos cumplir años, que el tiempo pasa, sí, pero que los hechos importantes de la vida permanecen.
Toda mitología tiene un rapsoda que la cante. El Tour de Francia no sería este arquitrabe griego sin la voz de Carlos de Andrés y los comentarios familiares de Perico Delgado. Se ha construido un alfabeto peculiar que aparece en el mes de julio, cerca de los sones de la Marsellesa. Me refiero al helicóptero que sobrevuela los pueblos franceses y que acerca la historia de una nación orgullosa de serlo a los televidentes. Hablo del acento catalán de Carlos de Andrés, con el esfuerzo de pronunciar nombres extranjeros como catedrales góticas y sus explicaciones históricas que siempre acaban en incendios durante la Revolución Francesa. El Tour responde a la dialéctica de una bendición. Un regalo que el deporte de élite nos otorga a los que pensamos en la actividad física como estilización de la guerra. Que el Tour es belleza indiscutible lo demuestra el inicio de esta edición, atravesando los ciclistas las calles doradas de Florencia, para ascender en la segunda etapa el santuario de nuestra señora de San Luca, en Bolonia. Después volvió a su piel francesa. A los caminos que recorremos cada mes de julio los amantes de la vida.
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