El artículo que no quería escribir
Apuntes desde la Bastilla ·
La España cainita también ha encontrado en el recuerdo de las víctimas una piedra que lanzar al oponenteApuntes desde la Bastilla ·
La España cainita también ha encontrado en el recuerdo de las víctimas una piedra que lanzar al oponenteMe prometí no escribir este artículo. No hablar sobre aquel 11 de marzo de 2004, cuando estaba en una clase del instituto Ibáñez Martín, a mis trece años, y el profesor anunció, por encima de la sintaxis o de la fotosíntesis, que en Madrid se ... había producido un atentado. Lo dijo de una forma distinta a la acostumbrada. Tristemente, mi infancia son recuerdos matutinos en los que mi madre encendía la radio y despertábamos con la voz triste del locutor informando sobre un muerto en Madrid, en el País Vasco, en Sevilla... Pero el rostro del profesor nos comunicaba algo distinto. Algo mucho más grande, cuyas dimensiones se escapaban del luto habitual que soporta una democracia.
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Aquí me encuentro, sin embargo, frente a estas líneas que me prometí no escribir. Ofuscado por una memoria trágica que no me deja tragar cuando veo imágenes en la televisión de lo que sucedió en aquellos trenes. España, he leído en algún sitio, aún no ha podido superar aquella mañana de estaciones y metralla. Y estoy de acuerdo. No lo he superado yo tampoco, que amanecí a la fría realidad de la política y los informativos, que a partir de ese momento devoré periódicos y escuché editoriales de radio, teniendo siempre presente que el mundo en el que me había tocado vivir podía era susceptible de ir a peor.
La herida del 11-M aún sigue abierta, en efecto. No fue un atentado cualquiera. Ni por sus efectos, ni por su naturaleza ni por sus consecuencias. No dudo en reconocer aquel día como la brecha que aún sigue desangrando el clima político español. Un temporal que arrastra a la sociedad, que la polariza, que amenaza las aguas estancadas en cada elección, en forma de recuerdo malherido. La clase política no estuvo a la altura durante esos días y tampoco lo está ahora, que recuerda en el Congreso, frente a las cámaras, que hace veinte años explotó un país entero.
La memoria del 11-M nunca ha salido del arma arrojadiza. La España cainita también ha encontrado en el recuerdo de las víctimas una piedra que lanzar al oponente. Los muertos de aquella matanza inhumana han sido un número redondo. 192. Pero el relato oportunista y las iras ideológicas se han impuesto sobre la identidad de los ausentes. A izquierda y derecha, se han ido acumulando mentiras, oportunismo, silencios y venganzas que recorren un camino. Es un trauma no superado, entre la culpa y la indefensión. El relato político se impuso desde el principio, sepultando el testimonio humano de lo sucedido. Hoy en día, recordar el 11-M es tanto como pensar en los días posteriores, en la tensión de la manifestación, en la jornada de reflexión y en las elecciones que cambiaron el rumbo ideológico. El recuerdo soporta demasiados pesos como para que sea liviana su carga.
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Una prueba sintomática de la incomodidad con la que la política encara el recuerdo de las víctimas es el monumento de Atocha, cien veces restaurado, aislado entre una nube de humo y claxon, definido como un estorbo para la circulación, cerrado a los visitantes. La memoria del 11-M se ha extirpado de la ciudad sentimental y para buscar un lugar sereno en el que llorar a las víctimas hay que ir al Retiro y pasear por los 192 cipreses del bosque de los ausentes. Solo en ese silencio uno halla la paz y conversa con aquellos días de una forma pura.
España es un país peor desde aquel día. Lo pienso ahora que acabo de leer 'Salir de la noche' de Mario Calabresi. El periodista italiano ha escrito un libro mayúsculo y emocionante sobre el asesinato de su padre por un grupo de extrema izquierda en Milán. Reflexiona sobre la memoria de los muertos y la vida de los asesinos. Sobre la necesidad de arrepentimiento y el exceso de presencia de los asesinos pasados en el país presente. Eso sucede en España con ETA, cuyos terroristas empiezan a ocupar un espacio público que nunca merecerán. Pero así funcionan las sociedades. Primero sufren. Luego recuerdan. Después olvidan. El 11-M fue distinto. Poca gente sería capaz de recordar el nombre de un solo terrorista. Cuando se vuelve la vista atrás no se contempla con rabia a los autores, los desalmados que colocaron las mochilas y miraron a la cara a la mujer que iba a limpiar casas y a la que iban a volar en mil pedazos. Hablar del 11-M es retorcer una herida que nunca ha dejado de doler. Es asumir que España ha fracasado como país y que la memoria de las víctimas siempre nos recordará lo lejos que estamos de dignificarlas. Por eso me prometí no escribir este artículo. Porque sé que nada fue mejor después de aquella mañana.
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