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Hay que reservar hora, llegar a tiempo, ponerte una capita impermeable, caminar hacia el lavatorio, cerrar los ojos y dejar que el agua viaje dulcemente entre tu cabello hasta que los dedos mágicos de la peluquera te desenredan los pensamientos. Es el primer paso, la ... entrada a un mundo perfumado en el que hay consuelo, solidaridad, recetas infalibles para la felicidad o consejo y prevención para los errores que se cometen en la vida. La peluquería es un foro público, un teléfono de la esperanza, un ambulatorio y un monumento a la aceptación. El sentido común se expande con el aire del secador, se tiñe la blanca sabiduría, se ondula el camino liso y se alisa el que viene enrevesado.
Las peluqueras son terapeutas que escuchan, que hacen una mueca cuando no saben qué decir, que preguntan por los hijos, los padres o los nietos. Ellas alivian y soportan estoicamente la chapa que les dan mientras aconsejan unas mechas, un rubio platino o una melena con ondas al agua. Las clientas alineadas en los tocadores, frente a los espejos, envueltas en papel de plata o con la cabeza llena de pinzas, despliegan sus armas como si fueran una formación de soldados expertos en realidad. Ellas analizan la vida, ponen verde al Gobierno, minimizan los daños, reivindican y arreglan lo que no tiene arreglo.
En este sagrado espacio, todas las clientas tienen voz; y digo todas porque, salvo honrosas excepciones, los hombres prefieren ir a sus barberías. Les intimida el mundo hormonal de las pequeñas cosas. Por muy peregrinas o íntimas que sean las confidencias, nadie desestima la opinión de una u otra; si acaso callan, o hablan de su derecho a discrepar, pero ni se les ocurre defenestrar o humillar. La convivencia con los contrarios establece el equilibrio y la armonía.
A lo largo de los años he visto cómo cambiaban los peinados, los cortes, la estética y las mujeres. Sobre todo, las mujeres. Pero, a veces, todavía existen las que permanecen en silencio y sonríen a hurtadillas hasta que un bendito día abren, tímida y vacilante, su boca para soltar, entre los vapores de lacas y champús, una confesión que hace enmudecer al foro. Todavía hay mujeres tiranizadas, sin voz, ni vida propia que han pasado por la vida como mariposas, con el oficio de ama de casa sin remunerar y soñando, mientras podían, que alguien vendría a rescatarlas.
Lo contó una clienta; que donde había sido más feliz había sido los jueves, cuando iba a la peluquería.
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