Apretaba fuerte el calor en Londres los primeros días de julio. Anticipaba un verano extraño, tórrido, que acabó ocultando el verde de los parques por ... un ocre fúnebre, como preparando a la ciudad para el luto por la reina Isabel II. A primera hora de la mañana del aquel día 5, la Royal Academy de Londres no presentaba una gran afluencia de visitantes. Tampoco era un lugar visible en el radar de los curiosos, atareados en espacios más turísticos como el British Museum o el Palacio de Buckingham.
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La vigilancia en la entrada del museo era mínima. Ninguno de los miembros de la seguridad examinó las mochilas en la espalda de un grupo de cinco personas que entró a primera hora de la mañana y que avanzó sin detenerse hasta alcanzar la sala en la que colgaba la pintura de 'La última cena'. Frente al cuadro, tuvieron tiempo para extraer los botes de pintura y, en segundos, garabatear en la pared 'No new oil' para, inmediatamente, fijar sus manos con pegamento al marco del cuadro. Cinco activistas del grupo Just Stop Oil acababan de perpetrar, con pasmosa impunidad, una performance contra el cambio climático, inaugurando una cadena de imitación por todo el mundo.
A esta puesta de largo en Londres, continuó una larga lista de ataques similares en los museos más importantes del planeta. No se regatearon los objetivos. Al contrario: cuanto mayor era la afrenta artística, mayor la motivación: Van Gogh, Munch, Picasso, Monet, Vermeer, Warhol y, finalmente, Goya. Fue una cadena de ataques que demostraba la pasmosa facilidad del ser humano por actuar como un rebaño. Alguien, en cualquier lugar del mundo, tiene una ocurrencia y, en cuestión de minutos, es replicado por un infatigable grupo de ociosos en sana competencia por demostrar, con su ejemplo, que no hay nada más peligroso que un tonto motivado.
Resulta que lograr la inmortalidad era un asunto bien sencillo. Bastaba con retroceder al estado más primitivo del ser humano y ofrecerle un propósito noble, adornarlo con un supuesto barniz moral y dotarle de unos gramos de pasión y un poco de pegamento. Con estos ingredientes, y sin ningún tipo de escrúpulo, ya es posible emprender una revolución en favor de cualquier causa social aunque, para ello, haya que pisotear los derechos de los demás. Producen cierto bochorno estos talibanes de la moral. Inquisidores del siglo XXI.
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Pegar sus manos al marco de una obra de arte no es una conducta inofensiva. Es algo simbólico. No solo porque quien lo hace muestra un modo de actuar propio de alguien que solo quiere imponer sus puntos de vista, sino porque al hacerlo, al adherir sus manos a un marco, el acto se convierte en una metáfora vandálica de lo que pretenden que hagamos los demás: pegarnos a sus marcos mentales.
Nuestro artista vivo más importante, Antonio López, definía estos ataques como algo «sucio, desagradable y basto». Pero es algo más profundo. Fijar con pegamento tus manos al marco de una obra de arte es una forma grosera de imponer un relato por encima de todo, asumiendo los daños colaterales como un mal necesario y sucumbiendo al poder de las emociones por encima de la razón. No hay marco mental que aguante tal infamia. El arte, en cualquiera de sus dimensiones, es un patrimonio radicalmente humano que no puede ser rehén de nada ni de nadie. Que no puede ser utilizado como un vil reclamo. Que no debe ser maltratado con excusas moralistas o por una malentendida libertad de expresión.
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Por suerte, el grupo de cinco delincuentes que atacó la Royal Academy pegaron sus manos al marco equivocado. No se habían adherido a 'La última cena' de Leonardo da Vinci, como les hubiera gustado, sino a una recreación del italiano Giampietrino, realizada en 1520. El original del genio de la Toscana permanece intocable en los muros del Convento Dominico de Santa Maria delle Grazie, en Milán, donde contempla el paso de las generaciones desde hace casi 600 años sin que nadie haya podido nunca encerrarlo dentro de un marco con el que limitarlo. Ni ser la presa de ninguna reivindicación. Libre. Pura. Intocable. Eterna.
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