Me pregunto a veces si mis quincenales incursiones en esta página, algunas de las cuales versan sobre épocas vividas personalmente, tienen otro sentido que no ... sea bucear en la pequeña historia de una época que, aunque pasada, configuró lo que somos o hemos sido como grupo social. Quizá puedan servir también como punto de comparación con la actualidad y para extraer las conclusiones pertinentes. Hoy abundaré en los comportamientos.
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Para los niños de entonces existía una alta moral de palabras ampulosas que nuestros educadores nos inculcaban a fuerza de repetición. Algunas expresaban ideas ininteligibles como 'no codiciarás los bienes ajenos', 'no tomarás el nombre de Dios en vano', ni 'desearás la mujer de tu prójimo', ni 'fornicarás', ni... Tal era la confusión que, preguntado un educando en clase de religión sobre el sexto mandamiento –había una obsesión con él por parte del estamento eclesiástico–, respondió textualmente: 'No fornicarás ni a tu padre ni a tu madre' (igualmente desconocía lo que significaba 'honrarás').
No obstante, había reglas morales más accesibles para la comprensión de las tiernas mentes infantiles. Reglas que podrían resumirse en el epígrafe 'lo que estaba feo'. Es decir, todo lo que no debía hacerse por inconveniente, ofender a alguien, ser de mal gusto o estar prohibido por 'el qué dirán', la más atroz censura imperante en los pueblos pequeños. Y no se decía que 'era feo', sino que 'estaba feo', estableciendo una distinción entre la gravedad de una conducta o una acción y lo que simple y temporalmente era inconveniente o no recomendable.
Recuerdo algunas de las normas incluidas en lo que estaba feo, pertenecientes a ámbitos dispares como la religión, las costumbres, la convivencia en el hogar, la calle o la escuela... Estaba feo, por ejemplo, señalar con el dedo a personas y cosas, posiblemente como recuerdo de que Judas lo hizo con Cristo y, quizá con mayor probabilidad, de que recientemente se sustanciaron muchas venganzas y ajustes de cuentas señalando con el dedo a personas odiadas. En los códigos estrictos de la calle, estaba feo que un chico mayor maltratase a alguien de menor edad o estatura, pero también 'chivarse' ante padres o profesores de tales abusos. Se imponía la ley llamada del 'ajo y agua', es decir, 'a joderse y aguantarse'. Quien la conculcaba era llorón o acusica. Gestos nimios como hurgarse la nariz o limpiarse los mocos con las mangas del jersey tenían su lugar en el catálogo de lo feo. Como no responder educadamente a las preguntas de los mayores. La fórmula era clara: si inquirían por el nombre debía añadirse la coletilla 'para servir a Dios y a usted'. Alabar a una persona delante de otras estaba feo, lo que se solucionaba con la fórmula 'mejorando lo presente', que era como decir que quien estaba delante superaba en méritos al elogiado.
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Estaba feo tocarse 'la pilila', algo que nos dejaría ciegos irremisiblemente, pues nos consumiría la médula espinal, abocándonos a un espantoso final en cuyo horizonte humeaban las calderas de aceite de Pedro Botero, que nos esperaba para freírnos en ellas. De este pecado en especial los confesores debían de llevar contabilidad porque siempre preguntaban '¿cuántas veces?', mientras que de sisarle a nuestra madre alguna peseta en la compra nunca inquirían el número de ocasiones. Era inconveniente, igualmente, proferir blasfemias, palabrotas o tacos, denominadas 'palabras feas'. Así nos confesábamos: 'me acuso, padre, de haber dicho palabras feas'. Se consideraban de mala educación. Hoy circulan con absoluto desparpajo en radios y televisiones, y se escriben con toda naturalidad en los periódicos, incluido este articulista. Estaba feo dejarse caer –irmarse– contra una pared. Permanecer erguido y sin apoyo era signo de reciedumbre, aguante y virilidad. En las clases de gimnasia –también llamada educación física– nos alineaban por estatura. Después sabríamos que aquello era una preparación para desfilar en la 'mili' y cuadrarse correctamente ante un superior. Las compañeras, amigas y hermanas tomaban derroteros diferentes, tanto que, andando el tiempo, han tenido que luchar reivindicando derechos e igualdades que permanecían preteridos desde entonces.
Llevar las manos en los bolsillos estaba feo porque daba imagen de improductividad, de no hacer nada, de ser vagos o maleantes, una categoría social despreciable, próxima a la delincuencia y un fondo de saco donde cabían pobres, disidentes religiosos, homosexuales, desafectos políticos y otros desencuadrados del ideario vigente. Había que dar la impresión de ser productivo y haber desterrado el ocio, un disfrute propio de mentes demasiado libres y pensantes, algo que resultaba peligroso, y así se predicaba desde las tribunas sociales. 'La ociosidad es la madre de todos los vicios', se apostillaba para desacreditar la creatividad o el hedonismo.
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La moral de hoy ha perdido aquellos perfiles sombríos y aportado cambios sustanciales que nos reconcilian con el progreso y la modernidad.
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